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Tribuna
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La historia de la dación en pago

El Derecho romano articuló soluciones en los litigios de deudas con pragmatismo y sensibilidad social

Es muy preocupante, es ciertamente desolador, que estemos viviendo como casos reales —de los que nos dan cumplida información los medios de comunicación— ciertas situaciones que hasta hace relativamente poco tiempo solo conformaban meras hipótesis de trabajo explicativas de los orígenes de nuestra civilización. Pura teoría acerca de la prehistoria de nuestra cultura jurídica. Y es que hace más de 2.500 años el Derecho romano descubrió para la humanidad el concepto de obligación como vínculo jurídico entre el acreedor y el deudor, una especie de “ligamen” alrededor de dos sujetos que quedan atados entre sí (=ob-ligare): uno, el acreedor tiene el poder de exigir, y el otro, el deudor, el deber de cumplir la prestación debida.

El vínculo obligatorio —que ha de ser esencialmente inmaterial— se transformaba —en caso de insolvencia del deudor— en una atadura física, un ligamen material que negaba la condición de hombre libre y ciudadano al deudor para convertirlo en una especie de “esclavo” sometido al poder del acreedor. El acreedor insatisfecho trataría de vender en los mercados al esclavo sobrevenido, para saldar la deuda con el precio obtenido de la venta. Pero si no había ningún comprador interesado en adquirir semejante mercancía, el acreedor insatisfecho podría incluso acabar con la vida del insolvente. Afortunadamente parece que esta práctica, prevista en la ley, no llegó nunca a cumplirse. En su lugar, el Derecho romano autorizó que el acreedor insatisfecho se llevara a su casa al deudor insolvente, y allí pudiera emplearlo como mano de obra servil hasta que la deuda quedara pagada mediante la prestación de trabajo. Una pequeña cantidad de harina y un poco de agua bastaban para mantener con vida al deudor, hecho prisionero de su deuda.

La pérdida de la libertad y de la dignidad del hombre hicieron insostenibles las primeras “normas” reguladoras
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La pérdida de la libertad y de la dignidad del hombre hicieron insostenibles estas primeras “normas” reguladoras de la responsabilidad del deudor. Muy pronto la ciudadanía romana reaccionó ante la crueldad de este derecho primitivo, injusto e insolidario. La ejecución personal fue sustituida por la ejecución patrimonial. Y siempre es estimulante descubrir las razones históricas del cambio.

El Derecho romano autorizó la dación en pago a propósito de la ejecución de condenas pecuniarias. Porque dicha ejecución se da no contra el que no tiene bienes, sino contra el que no tiene dinero inmediatamente disponible para pagar las condenas pecuniarias. Y es sabido que las sentencias se dictan para ser cumplidas, y tienen que cumplirse. Pero ¿qué se puede hacer ante la falta de liquidez del deudor condenado? ¿Cómo puede pagar la condena pecuniaria quien no tiene dinero disponible en ese momento? ¿Qué alternativa justa y solidaria hay? La Jurisprudencia romana siempre nos sorprende gratamente por su pragmatismo, su sensibilidad social y su extraordinaria capacidad intelectual para descubrir soluciones de justicia. Ni la conversión a la esclavitud del deudor insolvente, ni el impago de las deudas comprometidas, y, menos aún, el incumplimiento de las sentencias judiciales son soluciones en verdad justas. Había que buscar alternativas, y la genial inventiva romana no tardó en descubrir una posible solución: ¡se llama dación en pago!

Y es que —como explica muy bien d’Ors— “la falta de liquidez resulta especialmente frecuente en momentos de crisis económica en que escasea el dinero y se deprecia también la propiedad inmobiliaria; así ocurrió en la época de César cuando una ley autorizó el pago de deudas pecuniarias mediante la entrega estimada de fincas”. Y esta ley —que parecía olvidada tras el asesinato de César y la caída de la República—, fue repuesta por Tiberio durante un tiempo, hasta reaparecer definitivamente bajo el reinado de Justiniano.

La dación en pago (datio in solutum), de cuño originalmente romano, fue una modalidad de pago —habilitada solo en circunstancias excepcionales—, que exigía la aceptación expresa del acreedor; a fin de cuentas, el pago se producía mediante la dación en propiedad de una cosa en lugar del objeto comprometido en la obligación. Y semejante cambio debía contar con el visto bueno del acreedor. Inicialmente la dación en pago fue una medida introducida a favor de los acreedores (favor creditoris) para garantizar la satisfacción de los créditos y evitar así el proceso de liquidación general de todas las deudas pendientes, que solía ordenarse por decreto con frecuencia tras las guerras civiles. Más tarde, ya con Justiniano, surge por razones de política social y económica —y también con carácter excepcional— la dación en pago necesaria. Ahora, en momentos de grave crisis económica y con una notable devaluación de los inmuebles, el acreedor tendrá que aceptar necesariamente esta modalidad de pago si quiere cobrar su crédito. Porque el deudor no puede ser obligado a “malvender” sus bienes —muy por debajo de su valor— para conseguir dinero contante y sonante, y pagar sus deudas dinerarias.

El Derecho romano fue siempre sensible a la tutela de los intereses legítimos del deudor, la parte más débil en la relación obligatoria

Y además cabría pensar —con cierta dosis de ingenuidad— que en la concesión de crédito el Derecho impuso la lealtad como regla de conducta entre las partes. Prestamista y prestatario debían comportarse con corrección, como sujetos honrados y decirse todo a la cara con franqueza, sin engaños, sin abusos. El acreedor evitaría convertirse en usurero, y el deudor pagaría a tiempo íntegramente la deuda. Pero semejante confianza en el buen hacer de las partes no fue un valor eficiente en los mercados de Roma. La ley castigó con severidad al usurero que se aprovechaba de la falta de liquidez de quien solicitaba el préstamo, y pretendía cobrar intereses elevadísimos como precio de uso del dinero ajeno; y es que prestar dinero a interés era una actividad poco honorable, como cuenta Catón en el prefacio de su libro De la agricultura: “Nuestros antepasados así lo consideraron, y establecieron consecuentemente en las leyes que el ladrón fuera condenado al doble y el usurero al cuádruple”. Por no hablar de las protestas que los ciudadanos afectados por semejantes negocios podrían llevar a cabo durante tres días consecutivos ante el domicilio de quien se negaba a dar testimonio del negocio celebrado. Proferir gritos e insultos a la puerta de la casa del ciudadano no era en este caso excepcional una conducta delictiva, como sí lo era en todos los demás casos, en los que la ley protegía la casa como recinto inviolable por ser “el refugio sagrado” del ciudadano: quien lanzara conjuros o hiciera recitaciones mágicas a las puertas del domicilio de un conciudadano, cometía un delito grave.

Los abusos se combatieron con sucesivas leyes que fueron rebajando la tasa legal máxima de usura. Pero el prestamista exigía, además, a cambio de la concesión de crédito, garantías de cumplimiento al deudor; y entre dichas garantías la hipoteca fue, desde luego, una modalidad especialmente relevante; descubierta en Grecia y adoptada más tarde por los romanos, la bondad de semejante instrumento radica en la satisfacción simultánea de los intereses de ambas partes: el acreedor asegura el cobro de su crédito, y el deudor no se ve desposeído del bien hipotecado que ofrece como garantía del cumplimiento de su obligación.

Ya sabemos que, si el deudor no paga la deuda, será desposeído de la cosa hipotecada que pasa a ser propiedad del acreedor. Pero el Derecho romano fue siempre sensible a la tutela de los intereses legítimos del deudor, la parte más débil, sin duda, en la relación obligatoria. El magistrado se ocupó y preocupó especialmente de semejante tutela: ante un caso de posible falta de liquidez y, por tanto, ante una previsible insolvencia del deudor en el momento en el que debía afrontar el pago de la deuda, el magistrado reconoció jurídicamente los acuerdos de aplazamiento de pago, y protegió el leal cumplimiento de los mismos. Así las cosas, ante un acreedor desleal que reclama judicialmente el pago de la deuda pendiente, después de haber estrechado la mano del deudor como símbolo del acuerdo de moratoria, el magistrado no duda en rechazar de plano semejante pretensión. Y además aprovecha la ocasión para explicar al acreedor demandante cuáles son los principios de la justicia: respete usted el acuerdo y espere a la nueva fecha de vencimiento. Sea honrado y franco, no actúe con malicia, y no abuse de la “debilidad” del deudor. ¡Bendito Derecho romano!

No me sorprende que el Tribunal de Justicia de la UE haga suyos estos postulados clásicos que sirvieron a la justicia material, y que también hoy han de servir a los jueces como criterios de justicia en la resolución de cada caso.

Amelia Castresana es catedrática de la Universidad de Salamanca.

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