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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Reparaciones

La austeridad dogmática empieza a provocar efectos negativos incluso en el país que con más fiereza y consenso la sostiene

Jorge M. Reverte

La historia de Europa está repleta de exigencias de reparación. En 1871, el canciller Otto von Bismark impuso a la Francia derrotada de Napoleon III unas desmesuradas indemnizaciones de guerra, además de la entrega de Alsacia y Lorena. Algo más de cuarenta años después, el ascua del rencor francés por la humillación seguía encendida, y tuvo mucho que ver con el entusiasmo de los galos por participar en la carnicería comenzada en 1914.

En 1919 se produjo la revancha. La delegación francesa en la comisión de reparaciones de guerra obtuvo una victoria sin paliativos al condenar a Alemania a devolver los territorios antes incautados y a pagar unas desorbitadas cantidades, que condenaban a pasar hambre a gran parte de la población germana. Los delegados franceses actuaron con tal falta de piedad que provocó en John Maynard Keynes una convulsión imborrable. Keynes contó de una forma conmovedora su relación con Carl Melchior, uno de los delegados alemanes en la negociación, el único hombre “que mantuvo la dignidad en la derrota”. El sufrimiento que afloraba en su rostro le conmovió más que “el sufrimiento colectivo de Francia” (John Maynard Keynes, de Robert Skidelsky, RBA). Ese sufrimiento, esa humillación despiadada, la aplicación brutal de unos términos de paz implacables tuvieron mucho que ver con el final de la República de Weimar y la ascensión del nazismo, es decir, con el desencadenamiento de la mayor de las carnicerías de la historia universal, la II Guerra Mundial. A Keynes le pasó lo de casi siempre, que no le hicieron caso. El más prestigioso economista del siglo XX no fue demasiado escuchado en vida.

Acabada la II Guerra Mundial, el castigo a los alemanes fue, de nuevo, implacable. En muy poco tiempo, la industria del país fue completamente desarbolada, fábrica a fábrica. Y sus obligaciones financieras se hicieron asfixiantes.

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Solo la pugna entre la URSS y Estados Unidos consiguió que la piedad pareciera volver a imponerse sobre la venganza. El Plan Marshall y el Plan de Ayuda y Rehabilitación de las Naciones Unidas cortaron el intento revanchista de reducir a Alemania a una economía de carácter pastoril y salvaron millones de vidas humanas del asalto del hambre y el frío. Puede ser que el cálculo político fuera decisivo para que estos programas se implementaran, pero es indudable que el análisis económico estuvo presente, con el espíritu de Keynes al fondo, y sería muy hermoso creer que también jugó algún papel el recuerdo del rostro trémulo del doctor Carl Melchior cuando intentaba salvar algo de su país treinta años antes.

Lo cierto es que los acontecimientos, las decisiones de los primeros años cincuenta han tenido un gran impacto en nuestras vidas. De ahí nació una Europa en las que las únicas guerras se han librado en la periferia (el terrible hecho de las repúblicas exyugoslavas), y en países donde la piedad no había conseguido imponerse al rencor, a los ajustes de cuentas irresueltos.

De una forma menos dramática, pero no exenta en absoluto de tensiones graves, reaparecen ahora en Europa algunas semillas de rencor que pueden fructificar de forma incontrolable en el futuro. Grecia y Portugal, que están siendo literalmente laminadas por una política europea de un autoritarismo extremo, no se van a recuperar con facilidad del correctivo que sufren, de las nuevas “reparaciones” que se les exige paguen para que sus pecados sean perdonados. Nuestro país, España, no ha eliminado, ni mucho menos, esos riesgos. Lo vemos todos los días en la prensa, basta con mirar las cifras del desempleo y las tasas de cobertura social. En España hay bolsas de hambre de una severidad aún controlable, pero amenazantes.

No es mal momento para recordar a Keynes y su mirada ante la digna posición del doctor Melchior. Y recordar también que el economista se conmovía, pero también pensaba que había un gigantesco error económico en la intransigencia contra los alemanes.

Los economistas no saben cómo resolver el embrollo en el que estamos metidos. Es de tal calibre que la austeridad dogmática empieza a provocar efectos negativos incluso en el país que con más fiereza y consenso la sostiene. Pero ese hecho alarmante no nos puede hacer olvidar que el desprecio, el rencor que se está sembrando en la ciudadanía de los países mal gobernados por la mano de hierro de Bruselas, puedan acabar saliendo a la luz.

La piedad es un concepto que puede ser asimilado por los economistas. Sobre todo, si están tan desorientados como los que nos gobiernan.

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