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Columna
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Síntoma Cotino

Esta actitud domina entre aquellos que se dedican al poder, como si los demás no existieran

Juan Cruz

Debería haber abierto en la sede de los partidos políticos, y en las mentes de quienes tienen poder en esas organizaciones, un seminario que se dedique a estudiar la actuación de Juan Cotino ante las cámaras de Salvados, el programa de Jordi Évole en La Sexta.

Porque en esa comparecencia perfectamente involuntaria e indeseada de este político que preside las Cortes valencianas se puso de manifiesto mucho más que un rostro, una sonrisa y una actitud, la del hombre público que prefiere el silencio a la explicación.

Ahí se puso de manifiesto, en el gesto, en la palabra, en la indiferencia, el último eslabón, el más avieso, de un síntoma, que para simplificar podríamos llamar el “síntoma Cotino”. Esta actitud domina desde hace tiempo entre aquellos que se dedican al poder, a ejercerlo y a conservarlo, como si los demás no existieran y como si fuera preciso ahuyentarlos como sujetos a los que es mejor invitarlos a una copa de vino antes que acceder a que cumplan con su misión.

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El desprecio al periodista, que Cotino practicó minuciosamente ante la presencia de Évole, fue equivalente al desprecio al ciudadano, y de hecho lo prolongó a la ciudadanía propiamente dicha con una desfachatez que traspasaba la pantalla. El presidente de las Cortes, que antes fue consejero del expresidente Camps y aun antes fue jefe de la policía española, le negó respuesta también a los que, en el escenario de una feria pública, le exigían, como el propio Évole, que respondiera a ciertas inquietudes realmente serias, pues derivan de un accidente ferroviario que causó 43 muertos en Valencia.

Al parecer, el señor Cotino fue fundamental en el entramado que logró que ese accidente no tuviera en aquel tiempo (2006, antes de una sonada visita del Papa) la repercusión pública, judicial y mediática, que la magnitud del desastre hubiera impuesto. De eso iba el programa: ¿cómo se logró atenuar aquel ruido y la expresión pública de aquel dolor? ¿Cómo logró el Partido Popular en Valencia desviar la atención del suceso, qué hizo para que la comisión de investigación parlamentaria fuera manipulada hasta los límites de su nulidad? Y las preguntas que Évole fue haciendo, hasta llegar a Cotino, tenían esa preocupación: ¿qué pasó? ¿Se puede explicar? Y, claro, Évole buscó al presidente de las Cortes. ¿Qué hizo usted? ¿Tiene necesidad de que se sepa la verdad?

Lo encontró en una fiesta del vino, después de haberlo buscado en su propio teléfono celular (que contestó un hermano, vaya por Dios). La escena en la fiesta del vino es el epítome del síntoma Cotino: no solo se negó el político a aceptar, escudado en una sonrisa que a veces se cayó de su rostro para dar paso a una indignación que helaba la sangre, que el periodista tuviera derecho a saber; a una joven que lo incitó a responder (al periodista y a todos los presentes) le inquirió sobre su procedencia, como si ahí radicara el origen de su participación en el disgusto. Y luego guardó silencio, embutido en un mutismo que parecía el disfraz de una huida contumaz amparada en la conciencia (y en la mala conciencia) de quien se considera impune, ajeno a toda necesidad de respuesta.

La sonrisa de Cotino se nos quedó helada en la mente. 

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