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tormentas perfectas
Columna
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El cincel del tiempo

George W. Bush empezó a dejar de ser el peor presidente cuando Obama alcanzó la Casa Blanca

Lluís Bassets

George W. Bush ya no es el peor presidente de la historia. Lo ha sido a criterio de muchos, historiadores incluidos, al menos desde el desastre del Katrina hasta los mismos días en que se inaugura un monumento dedicado a su presidencia, la biblioteca y museo que le corresponde como a todo inquilino de la Casa Blanca. Coincidiendo con su inauguración en Dallas (Texas), una encuesta ha revelado que ha recuperado casi del todo la estima de sus conciudadanos (un 50% lo desaprueba todavía frente al 47% que lo aprueba, aunque en 2008 eran respectivamente el 73% y el 23%).

Fue el peor porque no había a mano peor balance que el suyo. La competencia surgía de etapas remotas de la historia estadounidense. Empezó a dejar de ser el peor cuando Obama alcanzó la Casa Blanca: oscurecer al predecesor es fundamental para la victoria del candidato a la sucesión, cosa que no tiene vigencia cuando se vence. Así es como Bush mejoró en cuanto Obama se propuso mirar hacia adelante y descartó cualquier acción vengativa contra la anterior Administración respecto a sus comportamientos más criticables, como la legalización de la tortura o las mentiras de la guerra de Irak. Todavía mejoró más en cuanto se comprobó que Obama seguía el mismo surco contra el terrorismo, el punto más criticado y criticable de George W. Bush, principalmente en el feo asunto de los asesinatos selectivos mediante el uso de drones.

Si Obama no hubiera conseguido renovar su mandato presidencial en 2012, nada hubiera facilitado tampoco a partir de entonces un juicio más moderado de sus partidarios respecto a Bush. Ahora la imagen del presidente republicano puede despegarse incluso de su partido y todavía más de sus viejos partidarios más próximos, los derrotados y declinantes neocons, para engrosar incluso las filas de la renovación republicana y de la transversalidad con los demócratas en las políticas de inmigración, territorio donde se decidirá el futuro político de EE UU y en el que Bush se hallaba ya entonces a la izquierda de los suyos.

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El caso de Bush conduce a pensar en los nuestros, en los que tienen ahora buena imagen y los que la tienen mala. Seguro que ellos también lo hacen. Es inevitable para un político tener presente el juicio de la posteridad. No hay corazón humano que se resista al demonio de la vanidad. A quienes alcanza el fuego ardiente de la fama les arrastra en un momento u otro la melancolía de la vida eterna y la salvación.

La biblioteca presidencial, que EE UU ha establecido por ley, encuadra y garantiza las coordenadas de la posteridad, además de rendir un servicio al conocimiento de la personalidad y del balance de la presidencia. El pragmatismo estadounidense echa así una mano al tiempo, que Marguerite Yourcenar calificó de gran escultor, para que se ahorre una parte de su trabajo.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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