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Columna
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¿Se van los mejores?

Se marchan al extranjero los que pueden, los que eligieron profesiones que son exportables

Elvira Lindo

Debería haber un diccionario del español tópico que hiciera recuento de todas esas frases de las que uno puede echar mano cuando no tiene nada que decir. Los cómicos del absurdo, Mihura, Tono o Poncela, hicieron algo extraordinario con esas expresiones: las incluyeron en los diálogos de sus obras y sus guiones para que los actores las pronunciaran en los momentos trágicos. El resultado de la tragedia y el tópico es la tragicomedia, y lo tragicómico es ese género en el que los humoristas han podido retratar esa rara mezcla de mala hostia y ternura que tanto nos define. “Se van los mejores” parece una de esas frases que Azcona hacía por incluir en sus películas y que se convierte de inmediato en sarcástica cuando se pronuncia a pesar de que el muerto fuera un gañán, un asesino o un don nadie. Se van los mejores se había convertido en una frase vintage que ya solo se escuchaba en boca de tertulianos cursis o en el Facebook, que es una red social que ha resucitado el gusto por entierros y funerales, y como últimamente se muere tanta gente, parece que no salgamos del tanatorio de la M-30. Hasta las tantas están los usuarios, colgando estampas de los muertos, cantando hazañas o denunciando mezquindades. Y como uno se quede más allá de una hora razonable, será testigo de cómo la educación se va perdiendo, porque la gente bebe, como se bebe en el tanatorio de la M-30, pero en la soledad del hogar, con la pantalla delante y el corazón envalentonado, y esos solitarios son capaces de pelearse en los peores términos. Yo he conocido amigos de toda la vida que se han peleado por no estar de acuerdo en torno a un muerto, que, por cierto, no les tocaba nada, pero encendía su capacidad de amar o detestar.

Me preocupa que todo ese talento joven que observo en España no encuentre los cauces para desarrollarse

Pero me pierdo, me pierdo. Volvamos a nuestra frase lapidaria, “se van los mejores”. Lo que yo venía a celebrar este domingo es que dicha sentencia, gracias al cambalache de la crisis, está viviendo una segunda oportunidad: ha vuelto a ponerse en circulación. Cierto es que hemos pagado un precio muy alto para provocar su regreso al habla común y que hubiera sido preferible, claro está, que no hubiera habido crisis y que la frasecilla se hubiera perdido en el sumidero de la lengua. Pero así son las cosas. Lo curioso es que hay algo en esa frase que invoca a la falsedad. Si en el pasado se pronunciaba en los entierros y cuando el muerto había sido un vivo de segunda fila, en el presente la usan los tertulianos y los aficionados a la sociología pedestre para describir a los jóvenes que han tenido que marcharse al extranjero a buscarse la vida.

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Se van los mejores, dicen. Pues no, mire. No se van exactamente los mejores, se van los que pueden irse, los que eligieron profesiones exportables. Se van, si pueden, los científicos, porque en España se ha sacrificado la investigación en aras de cuadrar el dichoso déficit y es una pérdida que según los tiempos de la ciencia tardará en recuperarse unos veinte años; pero no todos los científicos pueden marcharse. No todos encuentran un laboratorio al que le interese la singularidad de su investigación. Los científicos cuentan con una ventaja: el lenguaje universal de la ciencia es el inglés, un inglés específico que no precisa la excelencia. Un laboratorio es un lugar en el que un indio, un argentino, un español, un alemán y un americano se unen para trabajar comunicándose en un inglés que aunque sea precario resulta eficaz. Pero hay otras profesiones que aun requiriendo mucho talento no son exportables. Me acuerdo de algo que le escuché a Francisco Rico en una cena memorable con Fernán Gómez, Agustín González y Lázaro Carreter, entre otros: hay escritores que no son exportables y citaba como ejemplo a Valle Inclán. Esa afirmación me llenó de congoja por su exactitud. En todos los escritores la lengua es fundamental, pero hay algunos que basan su genialidad en una manera única de decir las cosas, que hacen de la música del lenguaje su razón literaria. No son traducibles. Les pasa a los cómicos, a los humoristas, a muchos poetas, a novelistas, a tenderos, a todos esos expertos en oficios que beben del ambiente en el que nacieron y dan lo mejor de sí cuando pueden desarrollar su talento en un ambiente conocido, que dominan.

No cabe duda de que las grandes migraciones han cambiado el mundo, lo han ampliado, han enriquecido la cultura, pero siempre a costa de una o dos generaciones. Son los hijos o los nietos los que disfrutarán de un país en el que sus padres o sus abuelos jamás se van a sentir enteramente en casa. En principio, es bueno que en nuestra cultura tan conversadora entre al fin el verbo emigrar como una actividad posible. Pero no a costa de que los que se van no puedan volver a casa a desarrollar lo que aprendieron fuera. No se están yendo los mejores. Se van los que pueden. Y, por lo que hablo con muchos de ellos, se mezcla en su corazón la alegría de tener trabajo y la incertidumbre por el país que dejan. Tampoco comprendo cómo se suelta con tanta ligereza una frase que, si se piensa dos veces, resulta insultante. A mí me preocupa que todo ese talento joven que observo y trato en España no encuentre los cauces para desarrollarse, porque también se quedan los mejores. Lo sé, porque los conozco.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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