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Columna
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Palabreros

El fiscal general del Estado tendría que haber mediado en la discusión gritada sobre lo que susurró su hombre en Cataluña

Juan Cruz

Los palabreros arreglan pleitos en Colombia. Sus hazañas solventando con tiento las distancias feroces mereció que la Unesco declarara lo que hacen patrimonio inmaterial de la humanidad. En la antología de sus crónicas (La eterna parranda, Aguilar) el periodista colombiano Alberto Salcedo Ramos recoge la aventura de un palabrero.

El hombre, Juan Sierra Ipuna, “hombre de metáforas”, aligera el volumen de las discusiones entre contrarios, sirve fórmulas de acuerdo rebajando el listón de las histerias, y así consigue, entre los paisanos que se someten a su arbitraje benevolente, acuerdos que parecían imposibles.

Es un paisano wayúu, “una de las etnias indígenas de las tierras bajas de Sudamérica”, al norte de Colombia. En esa cultura, “la palabra es ley sagrada que no se lleva el viento. Además”, cuenta Salcedo Ramos, “en una etnia quisquillosa y competidora por naturaleza siempre es bienvenido el que sabe calmar los ánimos”.

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En esa etnia llaman alijunas a los que no somos de su estirpe. Con buen tiento, como si hablara de España y de nuestra tendencia a amplificar los susurros y hasta los gritos, el periodista le apunta al palabrero: “Yo le digo que si nosotros, los alijunas, pusiéramos en práctica ese ritual lo dañaríamos: el palabrero tendría tres secretarias y dos asistentes, los periodistas publicaríamos los insultos secretos de las partes durante el proceso de concertación y además habría que autenticar mil papeles en una notaría. Y al final la indemnización solo alcanzaría para pagar las comisiones de los intermediarios”.

Aquí no hay palabreros, no se estila, y pasa lo que teme Salcedo Ramos. El tono ha subido tanto que ya no se oye sino la espuma del ruido. E incluso los que aquí podrían ser palabreros suben el tono, contagiados por el ambiente. Por ejemplo, uno imaginaría que el fiscal general del Estado tendría que haber actuado de palabrero en la discusión gritada sobre lo que susurró su hombre en Cataluña. Lo que dijo Sol podría haberse dicho, con igual sosiego, en las aulas de una universidad inglesa, pues era la expresión de una metodología jurídica. ¿Que Sol fue imprudente? Quizá. ¿Torres-Dulce lo hubiera reprendido de igual modo si no hubiera escuchado los denuestos de los heridos por la Patria contra el ímprobo delegado de la Fiscalía en Cataluña?

En este caso, como en tantos, me parece que los palabreros deben enfundar sus armas y no dejarse arrastrar por los argumentos de los gritos. Pero si el intermediario incendia igual que las partes del conflicto, el griterío adquiere las proporciones que, para fortuna de los contrincantes, apaciguó Sol con su retirada.

Los otros palabreros, los periodistas, debemos empezar a buscar la quina que nos corresponde. La estadística dice que estamos al fondo del escalafón del aprecio público, junto a los jueces. Al poder (al actual, al anterior: a ninguno) no le gustan las estadísticas sino cuando les favorecen. Pues las encuestas dicen que no lo estamos haciendo bien. Y el poder tampoco. En su caso, porque silencian, y quieren silenciar. En el nuestro, porque gritamos, y porque el oficio se ha contaminado del grito de los que se dicen periodistas pero no hacen “mandar la palabra”, sino que se sirven de ella para que el jaleo sea tan grande que nadie entienda nada. La filosofía wayúu para el sosiego sería un bálsamo, un libro de estilo.

jcruz@elpais.es

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