¿Dónde está nuestro Pierre Trudeau?
El que fuera quebequense y primer ministro de Canadá logró impulsar un federalismo que evitó en su país cualquier ruptura. España necesitaría un político con su inteligencia y coraje para espantar sus fantasmas
De todos los grandes estadistas del siglo XX, puede que sea Pierre Elliott Trudeau el menos conocido fuera de su país. La razón para ello estriba, a mi entender, en que Trudeau, al contrario que líderes más conspicuos como De Gaulle o Churchill, no tuvo que gobernar en tiempos de guerra, y en que sus principales logros los alcanzó como primer ministro del que acaso sea el menos escandaloso de los grandes países, esto es, Canadá.
La complejidad cultural de Canadá es dato conocido. Hay, desde su mismo origen —primero como colonia británica, luego como dominio, y más tarde como Estado soberano—, una marcada dualidad entre su componente francófono, concentrado principal, pero no exclusivamente, en la provincia de Quebec, y el resto del país, de matriz anglosajona. Y si bien existen más hilos en la urdimbre cultural del territorio —sus pobladores originarios, reunidos bajo la fórmula de Primeras Naciones, y no pocos colectivos que inmigraron con lenguas y tradiciones distintas de la inglesa y la francesa— ha sido la dialéctica entre sus dos principales grupos lingüísticos lo que en mayor medida ha marcado su evolución.
En 1968, a la llegada de Trudeau al poder, la querella pertinaz entre Quebec y el Gobierno federal entraba en una fase de ruptura. La mayoría francófona de la provincia vivía la revolución tranquila, proceso de modernización desplegado en tres frentes: secularización de una sociedad hasta entonces sometida a la rígida férula clerical, reformismo económico con ampliación de derechos sociales, y afirmación nacional frente al poder financiero de la provincia en manos de la minoría anglófona.
También el joven Trudeau había sido miembro de fratrías nacionalistas en el Montreal de los años cuarenta. Su paso por Harvard —donde rotuló en la puerta de su dormitorio las palabras “ciudadano del mundo”—, al que siguieron estudios en La Sorbona y la London School of Economics, hizo que las escamas se le cayeran de los ojos y lamentara el gregarismo de su primera juventud. A su regreso a Quebec, cumplidos los 30 años, descubrió que su provincia se había convertido en “una ciudadela de ortodoxia bajo una mentalidad de pueblo asediado. Para ser un hombre libre en Quebec uno tenía que nadar contra la corriente de las ideas dominantes y de las instituciones”. En ese momento, Trudeau, que siempre había intuido estar capacitado para grandes empresas, se erigió en el principal crítico de la intransigencia nacionalista y en el más decidido defensor del federalismo en Canadá. Su llegada al poder en 1968, tras ser cooptado con notable intuición por el gran primer ministro Lester B. Pearson para el Partido Liberal, le dio la oportunidad de medirse contra el desafío que estaba esperando.
El bilingüismo entre los funcionarios federales es hoy un acervo consolidado
A lo largo de sus 15 años como primer ministro (1968-1979 y 1980-1984), sus dos obsesiones fueron la paz cultural de Canadá y la reforma constitucional. En cuanto a la primera, su rechazo de todo nacionalismo, ideología que juzgaba inevitablemente reaccionaria y etnicista, no le hacía insensible al razonable sentimiento de agravio de la población francófona. A Trudeau le preocupaba la preservación de la cultura y lengua francesa tanto como al más fogoso separatista, y nunca ahorró críticas hacia el nacionalismo anglocanadiense. Una de sus primeras medidas fue la aprobación de una Ley de Lenguas Oficiales que daba, en el nivel federal, el mismo rango a inglés y francés, haciendo de Canadá un país oficialmente bilingüe. Desde entonces, cualquier funcionario federal ha de hablar las dos o aprender la que no domina. Un ministro debe esforzarse por expresarse en los dos idiomas. Controvertido en su tiempo, y ciertamente costoso, el bilingüismo de la Administración federal es hoy un acervo consolidado, admirable por el esfuerzo que conlleva, del que los canadienses se sienten orgullosos.
Sin duda fue la reforma constitucional, una aspiración que parecía inalcanzable, su mayor legado. Por extraño que parezca, a principios de los ochenta, la Constitución canadiense seguía siendo una ley británica que solo podía reformarse por un acto formal del Parlamento de Westminster. Esta extravagancia en modo alguno se debía a la voluntad del Gobierno británico, sino a la incapacidad de las provincias canadienses para ponerse de acuerdo en el mecanismo de enmienda del texto y de los cambios substantivos que su repatriación —así se designó el proceso— comportaría.
Entonces, en 1980, vino el primer referéndum de independencia en Quebec, durante el cual los vibrantes alegatos en contra de la separación por parte de Trudeau —un quebequense, recuerden— resultaron decisivos para salvaguardar la unidad del país. Trudeau prometió un cambio constitucional si Quebec rechazaba la separación, como así sucedió. Salvado el abismo, Trudeau aprovechó el impulso logrado por la victoria para forzar las negociaciones, lograr el acuerdo, repatriar la Constitución e incluir en ella una carta de derechos y libertades fundamentales que recogía los derechos lingüísticos de las minorías.
¿Alguna lección? Muchas. Tras despertar de su ensueño nacionalista, Trudeau no flaqueó en sus convicciones; no buscó asilo en ambigüedades; no postuló quebequismos, como una suerte de nacionalismo de baja intensidad aceptable por sus paisanos; su federalismo —doctrina que dominaba desde un punto de vista teórico— no era una forma de disculparse frente al nacionalismo quebequés; era una consecuencia de su patriotismo canadiense y de un cabal conocimiento de su país. Para él, el federalismo era la respuesta racional al derroche de emociones que exigía el independentismo. “Una de las leyes del nacionalismo”, dice Trudeau en La nueva traición de los intelectuales, magnífico ensayo reminiscente del célebre alegato de Julien Benda en 1927 contra los nacionalismos europeos y lectura más que aprovechable para los españoles de hoy, “es que consume más energías en combatir realidades asentadas y difícilmente revocables, que en llegar a acuerdos justos y sensatos”.
Es necesaria una reforma del Estado español que dé mejor acomodo a las nacionalidades históricas
Por cierto que Trudeau no derrotó por completo a sus adversarios. Para algunos, incluso contribuyó a la causa nacionalista, al convertirse en su objeto fóbico por excelencia. Durante el referendo de 1995, el primer ministro Jean Chrétien le pidió que se quedara callado. Y, a día de hoy, la Asamblea Nacional de Quebec sigue sin firmar la Constitución (técnicamente la unanimidad entre provincias no era necesaria para repatriarla). Canadá sigue sin ser una sociedad bilingüe. Pero su Estado sí lo es, y sin duda eso contribuye a que hoy muchos quebequenses lo sientan como propio. Existen rescoldos, pero hay síntomas que permiten predecir que el fuego está más cerca de apagarse que de reavivar. El país se reformó a sí mismo y se salvó. En buena medida fue obra de Trudeau, quien también luchó con pasión por cambiar la mentalidad del nacionalismo quebequés. Estaba convencido de que Canadá era una realidad mucho más estimulante, aireada y plena que cualquiera de sus componentes por separado. Ninguna legítima aspiración de Quebec era imposible dentro del marco común, salvo, como es lógico, la ruptura del vínculo. Pero atención: Trudeau no estaba tan preocupado por lograr un Estado multinacional como por evitar que el Estado se identificara con una nación, del mismo modo que debe estar separado de una Iglesia. Tal sería el auténtico Estado liberal: no nacional, no confesional.
Los países siempre son distintos, sus respectivas historias responden a lógicas particulares, y no se deben forzar analogías. Ello no obsta para advertir que los conflictos territoriales y lingüísticos en Canadá tienen zonas de contacto con la peripecia española. La jurisprudencia del Supremo canadiense en torno a las condiciones que debe reunir un referéndum de independencia es citada a menudo por juristas y políticos españoles. No estaría mal que en la senda de los paralelismos apareciese pronto un Trudeau español; alguien con su inteligencia y coraje moral, que nos haga encarar nuestros fantasmas para espantarlos de una vez; alguien capaz de reformar esa mentalidad de pueblo asediado que impera en nuestras nacionalidades históricas, al mismo tiempo que emprenda la reforma del Estado para darles mejor acomodo; alguien, en suma, que nos explique a todos los españoles cómo el nuestro podría ser ese país estimulante, aireado y pleno en el que todos tendrían cabida y que España bien merecería ser, mejor y más rico que cualquiera de sus partes por separado.
Juan Claudio de Ramón Jacob-Ernst es diplomático.
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