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DON DE GENTES
Columna
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Falta nos hace

La película Blancanieves es una extraordinaria versión del cuento de los hermanos Grimm

Elvira Lindo

Hay un desánimo general, quién puede negarlo. Usted sabe de lo que hablo. Ese encogimiento de hombros con el que se desvanecen de pronto las conversaciones. Alguien comienza agitando el tema. Qué tema. El único. Y todos entramos al trapo. Nos quitamos la palabra, argumentamos con vehemencia y rumiamos de qué manera interrumpir la soflama del otro. De pronto, como si el presente nos hubiera vencido de veras y la realidad nos cerrara la boca, viene el silencio. Nos encogemos de hombros y buscamos con la mirada perdida una esperanza de futuro. Ocurre que hay veces en que alguien decide darle un giro a la conversación proclamando la necesidad del optimismo. No porque haya verdaderas razones para sentirlo, sino por esa discutible teoría de que el optimismo es constructivo y el pesimismo es una mierda sobre otra mierda. Cuando se abre paso el optimismo, se dicen tantas tonterías como cuando cabalga el pesimismo; se dice, por ejemplo, que la crisis es creativa, que hay que reinventarse, ponerse las pilas, que si no se encuentra trabajo, pues que se lo inventa uno. Y una vez que ya se han formulado los tópicos de rigor, el silencio vuelve a vencernos y las miradas a perderse. Y si no se escucha aquella frase de “no somos nadie” no es por falta de ganas, sino porque todavía nos quedan ramalazos de aquel país cool que fuimos hasta ayer.

 Este estado de ánimo es fatal para ir a un estreno. Los estrenos siempre han sido un poco sobreactuados, con o sin crisis. Hay que ser muy actor o muy actriz para integrarse. Hay que saber abrazarse hasta tal punto que los pechos propios se aplasten con los pechos de un colega. Y no. Yo soy de una generación en la que los pechos eran pechos, entiéndaseme. No están los tiempos para demostraciones baratas de cariño, así que para asistir a un evento hay que pensárselo mucho. Para colmo, no me gusta fingir entusiasmo, así que prefiero ir discretamente a una sesión de tarde. Si algo me gusta, se lo comunico inmediatamente a mis amistades y escribo una columna, y si no me gusta, tal y como están los tiempos, me callo. Por no perjudicar. Pero se dio la circunstancia de que la otra noche se estrenaba Blancanieves en el teatro de la Zarzuela y que la música de Alfonso de Vilallonga se interpretaba en directo y qué sé yo. Me dio un barrunto de que podía gustarme. De los críticos no me acabo de fiar, porque unas veces hablan demasiado bien de una película y otras demasiado mal, y no suele ser ni una cosa ni la otra.

Cuando llegué al teatro había un coro de antitaurinos a la entrada. Sabrán que en este cuento el padre de Blancanieves es torero, la propia Blancanieves es torera y los siete enanitos forman una compañía de bombero-torero. No sé si defienden que se prohíba que los toreros protagonicen una historia de ficción, pero si fueran coherentes deberían dar la bronca también en los conciertos flamencos, en algunos desfiles de moda, quemar unos cuantos libros de temática taurina e incluso disolver esas fiestas donde los abuelos bailan y tararean ciertos pasodobles. En fin.

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Entramos. Y una vez superados esos interminables minutos en que los espectadores (familia y allegados) aplauden sin que todavía haya pasado nada, la orquesta arrancó sus primeras notas y la película comenzó. Crucé los dedos para que me gustara, porque yo deseo que me guste el cine español. No es una cuestión patriótica, sino de supervivencia: en estos días es aún más triste que no te gusten esas historias que tanto cuesta producir. La realidad es que la película me envolvió como uno de aquellos cuentos de noche y de miedo que conformaron mi mundo imaginario infantil y que años más tarde los rejoneadores de la corrección política amansaron. Rezo tres padrenuestros por el símil taurino. La película, por resumir, es una extraordinaria versión del cuento de los hermanos Grimm.

El padre de Blancanieves es torero, la propia Blancanieves es torera y los siete enanitos son una compañía de bombero- torero

Y para colmo, los actores tienen ojos. No digo más. Los ojos de los actores se ven poco en el cine español. Pero aquí, será porque no hablan, el director ha permitido que sus actores interpreten con la mirada. Qué actrices. No las nombro porque me gustaron todas. Salí del cine flotando y sin ganas de hablar, no porque el mutismo fuera contagioso, sino porque cuando algo me gusta necesito saborearlo en silencio y siento que las palabras entonces no sirven (son palabras). Pero esta inagotable cabecita, con las imágenes aún frescas de la película, no paraba de cavilar en el taxi que cruzaba un Madrid tristón de lunes, de crisis. Pensaba, por ejemplo, en lo inevitable de ese gran malentendido que está llevando a comparar todo el tiempo esta gran historia con The artist, por el simple hecho de que ambas sean mudas y en blanco y negro. ¡Por favor! The artist es una película llena de clichés; en cambio, esta apela a sentimientos más hondos, más oscuros, que arrastramos desde la infancia, sin olvidar que artísticamente es mucho más interesante.

Le iba dando vueltas a eso del optimismo, a las chorradas que nos decimos para no dejarnos vencer por esta inquietud colectiva, y me daba cuenta de que el ánimo no mejora por enunciar pensamientos gaseosos. Necesitamos presenciar algo tan sólido como una buena película. Y es que el amor por las cosas bien hechas es contagioso. Vayan a verla, que falta nos hace.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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