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Tribuna
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¿Qué podemos hacer?

El consenso sería tan eficaz como la concentración y preservaría la pluralidad

¿Necesita España un Gobierno de coalición? Tengo la impresión de que su reivindicación obedece principalmente al desconcierto de una clase política que no ha sabido paliar los efectos más dolorosos de la crisis y que ni siquiera ha sido capaz de ofrecer esperanza, aunque fuera a cambio de grandes sacrificios. Se pide Gobierno de coalición, o incluso de concentración como talismán contra la incertidumbre, capaz de remediar el pesimismo y la desesperanza.

¿Qué mejor solución que la unidad de todos cuando nos encontramos al borde del abismo? ¿Cómo enfrentarnos mejor a una realidad que parece incontrolable para los políticos? Si la prima de riesgo resulta ingobernable, el sistema financiero nos muestra una debilidad que sorprende y asusta, si el ejército de parados aumenta sin cesar, si las empresas no obtienen el crédito para sobrevivir, ¿qué podemos anhelar, exigir?: unidad, unidad. Es tan evidente la solución que parece mentira que no tengamos desde hace tiempo un gobierno de coalición.

Pero ni la oferta es indiscutible, ni tan acertada como a primera vista parece. En España hemos acudido a las urnas hace siete meses y los españoles, con una participación estimable, dieron la mayoría absoluta al Partido Popular. Y esta opción es la que tiene la inmensa responsabilidad de pilotar la salida de la crisis. Así lo han querido los españoles y deberíamos respetar esa voluntad emitida tan claramente hace tan poco tiempo. Pero esta rotunda posición no impide hacer algo más y algo distinto de lo hecho hasta ahora. España necesita hoy como ayer, de grandes acuerdos entre las fuerzas políticas españolas: PSOE y PP, a los que deberíamos sumar PNV y CiU. Las razones de optar por los consensos son de naturaleza diferente: unas tienen que ver con la situación actual y otras son consustanciales a nuestro país, a nuestra Historia.

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Han pasado más de doscientos años y crueles guerras de religión en Europa desde que supimos que la unidad no nos hace necesariamente más fuertes y que sin embargo el reconocimiento de la pluralidad, la aceptación y legitimación de intereses y objetivos distintos, es la mejor forma de enfrentarnos a los problemas que surgen en las sociedades modernas, también a retos como los actuales. Una política de grandes acuerdos para enfrentarnos a la crisis económica permitiría diagnósticos y soluciones comunes, preservando el derecho a la discrepancia, a la diferencia. Mientras la política de consensos dejaría un espacio político limitado a los partidos radicales, a los anti-sistema, el gobierno de concentración cedería irresponsablemente un espacio muy importante a los radicales de izquierdas y de derechas, que no participarán en ningún gobierno de estas características. Los ciudadanos tienen derecho a cambios y alternativas, en esta posibilidad reside la esperanza, imprescindible para que funcione el sistema democrático, y los responsables políticos están obligados a que las opciones sean moderadas, razonables. La política de consenso sería tan eficaz como la de concentración teniendo la inestimable virtud cívica de preservar la pluralidad.

Desde el siglo XVIII no hemos tenido puntos de encuentro ni suficientes ni duraderos

En España, los grandes acuerdos son imprescindibles hoy, tal como lo eran ayer. Mientras en los países que configuran con nosotros la Unión Europea, hasta los de más reciente aparición, los denominadores comunes en los que se basa su convivencia son producto de su historia, en unas ocasiones violenta, en otras tranquila, nosotros hemos carecido de esos grandes acuerdos en los que basar una convivencia pacífica y libre. Nuestra historia ha estado dividida de forma irreconciliable entre quienes querían proponer a los españoles, a veces por la fuerza, soluciones bendecidas por la religión y quienes convirtieron su propuesta política en una verdadera religión; entre quienes, bajo palio, nos han querido preservar de ideologías nocivas con origen en la otra ladera de los Pirineos, y los que lucharon y murieron intentando ser un ejemplo para toda la Humanidad. Desde el siglo XVIII no hemos tenido puntos de encuentro ni suficientes ni duraderos. Por ello la reclamación de grandes acuerdos no es meramente un recurso retórico, era y sigue siendo, hoy más que nunca, una necesidad nacional. Lo ha sido para enfrentarnos al terrorismo, también para encontrar una solución constitucional a los nacionalismos, se ha echado de menos a la hora de la reforma de los productos más genuinos de la Constitución del 78: los Estatutos de Autonomía. La política exterior, que hace a un país más o menos seguro, habría requerido de la misma forma un esfuerzo suficiente para marcar las grandes líneas de actuación y, desgraciadamente, podemos ver tantas como gobiernos hemos tenido y… ¡qué decir de la educación!, que sigue siendo después de más de 30 años objeto de debate partidario. Todas ellas, son materias de las que depende inexcusablemente la fortaleza de una nación. España debería remediar la inexistencia de denominadores históricos con la firme voluntad de renovar los grandes acuerdos de la Transición.

Quedaría insatisfecho si finalmente no dijera que ésta es la gran responsabilidad que amenaza al partido del gobierno y será el error más grande del partido de la oposición: que no consigan ponerse de acuerdo en estos momentos de máxima gravedad para los españoles.

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