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Columna
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La fuga

La huida de los jóvenes sin futuro, que se produce ahora, es menos psicodélica

Manuel Vicent

A la hora de afrontar esta crisis económica también hay que cambiar de estética, por eso un amigo poeta ha decidido arrancar todas las flores del jardín para cultivar en su lugar tomates, pimientos y cebollas. Si la rosa fuera comestible, sería perfecta, dice Josep Pla, pero hay una secuencia de Charlot en la que este payaso toma una rosa en sus manos, la huele profundamente y después de quedar embriagado con su aroma, le echa un poco de sal y se la come. De un tiempo a esta parte muchas parejas jóvenes sin trabajo han decidido abandonar la ciudad y reconquistar la vieja casa de sus padres en el pueblo para sobrevivir cultivando una pequeña huerta, que fue en su día abandonada. En los años sesenta del siglo pasado hubo ya dos diásporas: mientras unos obreros se iban con una maleta de cartón a trabajar a Alemania, otros seres divinos celebraban una fuga más literaria impulsados por la moda del hipismo, para instalarse en una comuna en medio de la naturaleza. Los jóvenes urbanos iluminados por el resplandor de Mayo del 68, fumigados todos sus ideales por el humo de la marihuana, decidieron anidar en lugares iniciativos del planeta y hacia el Machu Pichu, Katmandú, Ibiza, la Isla Elefantina, volaban en bandadas con un libro de Ginsberg en el pico como los tordos llevan su aceituna para la travesía. La huida de los jóvenes sin futuro, que se produce ahora, es menos psicodélica, pero también se dirige en dos sentidos contrarios: unos se van con tres carreras y varios másters a trabajar en el extranjero, otros más pobres y desorientados, intentan rescatar su dignidad en la aldea de los antepasados disolviendo sus vidas entre las pequeñas cosas verdaderas, el pan candeal en la panadería, la fruta del tiempo en la frutería, el aire puro del valle, la campana en la iglesia, el sol por la mañana, las estrellas por la noche, en medio de un silencio que permite oír los ladridos de los perros del pueblo de al lado. A la hora de arrancar los rosales y jazmines para sustituirlos por cebollas, pimientos y tomates el poeta ha creído realizar un acto místico. La rosa sería perfecta si fuera comestible, pero su cultivo solo es arte, un fin sin finalidad. Tiempo habrá, si esta crisis económica se alarga, de meterla también en la ensalada.

 

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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