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Columna
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Lluís Bassets

La globalidad en crisis conduce la política hacia las interioridades. No es un repliegue defensivo, al menos todavía, pero sí una mirada concentrada en las dificultades más próximas. El repliegue llegará si hay que bajar otro peldaño que nos conduzca a una nueva y más tenebrosa fase. No es todavía el caso: Obama y Merkel ofrecen casi simultáneamente una aproximación interior o ensimismada a la globalidad, el primero en su discurso sobre el estado de la Unión, y la segunda en la entrevista a seis periódicos europeos, doblada por su discurso en el Foro Económico Mundial.

Davos actúa siempre como una encrucijada de procesos y conflictos, en la que aparecen los actores más destacados de la actualidad global. Este año, la noticia es la llegada, por primera vez, de una cohorte de dirigentes políticos, empresarios y universitarios árabes sin vinculación alguna con las dictaduras que se acercaron por esta localidad alpina en las décadas anteriores. Si en la pasada edición, con el tirano tunecino derribado, nadie prestó atención a las revoluciones en curso, esta vez se les empieza a recibir con gran curiosidad, como hace dos décadas a los nuevos Gobiernos surgidos de la caída del Muro de Berlín. Llegan con una idea que sintoniza con las preocupaciones transatlánticas: la perentoria creación de empleo. La falta de puestos de trabajo, sobre todo para los jóvenes, estuvo en el origen de las revueltas y la falta de puestos de trabajo es lo que puede arruinar el futuro de la democracia. En las tres próximas décadas hay que crear 100 millones, la mitad en la orilla sur y la otra mitad en la orilla norte, para enderezar el rumbo torcido de las economías y de las evoluciones demográficas en toda el área.

Visiones domésticas y contradictorias de Washington y Berlín sobre la crisis global

En el arranque del magno seminario alpino interfiere casi indefectiblemente la voz política más poderosa de la escena internacional, que es la del presidente de Estados Unidos; en su discurso inaugural cuando es el año de instalación en la Casa Blanca, y en su discurso sobre el estado de la Unión en los tres años siguientes. En muchas ocasiones es grande el acoplamiento entre ambas frecuencias: este año lo es también en la preocupación central, de nuevo el crecimiento y el empleo, tema obligadamente recurrente en un foro que lleva ya cuatro años empujando puertas falsas para dar con la salida de la crisis, aunque en poca cosa más.

Los interiorismos de Obama y de Merkel pertenecen a géneros distintos, aunque ambos forman parten de una ardua partida por el poder. El presidente estadounidense debe volcarse en la escena propia, donde se juega su reelección, en condiciones que muchos analistas consideran desfavorables, por el débil estado de su economía, el déficit desbocado, la imperiosa necesidad de crear puestos de trabajo y el nulo margen de acción ante un Congreso de mayoría republicana que le mantiene paralizado y contra las cuerdas. Sus mejores expectativas radican en las debilidades de los candidatos republicanos a las primarias, subrayadas por ellos mismos en una disputa fratricida que promete prolongarse.

El interiorismo de Merkel tiene una traducción muy simple. Alemania conduce la política europea porque esta se ha convertido en política interior alemana. Le pasó a Washington después de los atentados del 11-S respecto al mundo entero y le ha sucedido a Berlín con la crisis de las deudas soberanas, que han convertido la política presupuestaria de cada uno de sus socios en un capítulo de la política económica alemana. A EE UU le ocurrió con su política de seguridad interior y su política exterior y de defensa que se convirtieron en idénticas. Ambas crisis, una de seguridad y la otra monetaria y financiera, han producido modificaciones políticas. En EE UU fue la creación del Departamento de Seguridad Interior, la declaración de la Guerra Global contra el Terror y una legislación de excepción que rebajaba todos los estándares sobre derechos humanos. En el caso alemán, es la UE la que está sujeta a su mayor transformación desde el Tratado de Roma, bajo la tracción casi unilateral alemana, con la primera quiebra en su unidad que ha significado la automarginación de Reino Unido del pacto fiscal.

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La palabra clave para Obama es la igualdad, mientras que para Merkel es la austeridad. Calladamente, ambos discursos señalan a la izquierda y a la derecha en sus formulaciones más clásicas. El primero quiere subir los impuestos y la segunda recortar el gasto social y flexibilizar el mercado de trabajo. Uno sugiere el fantasma de la lucha de clases y el otro de una Europa de hegemonía alemana. Obama se juega su reelección a final de año, mientras que Merkel se la juega en las generales de 2013. Es decir, con el próximo Davos un republicano puede estar en la Casa Blanca, moderado como Romney o radical como Gingrich, y un socialdemócrata a punto de alcanzar la cancillería de Berlín. Después de todo momento unilateral, llega otro de multilateralismo: Obama lo representa respecto a Bush, y a Merkel le sucederá lo mismo, con ella misma o con quien la suceda.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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