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Reportaje:Diez años de la moneda única

El aniversario de la estupefacción

El brutal impacto de la crisis financiera ensombrece los logros de la primera década de la moneda única

Antes de este aniversario a contrapelo hubo otro, hace tres años. Se festejaba una década de unión monetaria, el paso previo al uso cotidiano del euro. La celebración cayó en medio del fenomenal colapso financiero, con epicentro en Estados unidos, que daba forma a la Gran Recesión. La zona euro parecía aún un buen sitio para guarecerse. "La unión monetaria protege a las economías más vulnerables, que habrían sufrido los ataques especulativos de los mercados", decía el comisario europeo Joaquín Almunia a principios de 2009. Las réplicas de aquel terremoto han acabado por descubrir un rey desnudo. "El bote salvavidas se hunde", alertó hace unos días el ex director gerente del FMI, Dominique Strauss-Kahn.

El error fue pensar que la zona euro resistiría el azote de las 'subprime'
Las primas de riesgo evidencian que la crisis habla ya con acento europeo
Salvo en flujo de capitales, la integración apenas ha avanzado
Nada evitará una adolescencia conflictiva a los países del euro
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El año más difícil del euro

A la luz del temible presente que afronta Europa, lo que revelan aquellas palabras de Almunia, fiel reflejo del discurso dominante en el arranque de la crisis, es un extendido error de cálculo: la unión monetaria tenía los recursos para salir a flote de una tempestad financiera estadounidense de apellido subprime. Ya entonces las primas de riesgo habían empezado a contar otra historia.

Las primas de riesgo (el diferencial con el tipo de interés que paga el bono de referencia, en este caso el título de deuda pública alemán a diez años) evidencian que la crisis habla ya, desde hace año y medio, con un marcado acento europeo. Pero fueron también, durante la década anterior, el indicador de la complacencia de los mercados con la unión monetaria. Hasta 1998 (ver gráfico), los inversores discriminaban según el riesgo de inflación y del tipo de cambio de cada país, pero la unión monetaria enterró el riesgo del tipo de cambio y se moderaron las variaciones de inflación. En suma, durante 10 años, para los inversores casi fue lo mismo un bono alemán que un bono español o griego, lo que igualó (a la baja) los costes de financiación.

Ahora, para colocar un bono español hay que pagar el triple en intereses que en un título alemán, diez veces más en el caso de Grecia. Y eso después de la puesta en marcha de planes de rescate de la UE (Grecia, Irlanda y Portugal) y de que el BCE se haya visto forzado a comprar deuda pública en apoyo de Italia y España. Con lo que se especula ahora es con la probabilidad de que algunos Estados -ahogados por la recesión y el déficit- no puedan devolver la deuda, un riesgo que, antes del euro, se minimizaba con devaluaciones y la intervención del banco central nacional. El nuevo frente especulativo es la posibilidad de que un país (Grecia es el primer candidato) abandone el euro.

¿Cómo es posible que los inversores trataran por igual bonos alemanes y griegos durante años? "La respuesta sería parecida a la contestación de por qué nadie vio la crisis de las hipotecas subprime en Estados Unidos. En la vorágine de movimientos de capital desregulados, los mercados interpretaron que el euro eliminaba el riesgo de suspensión de pagos, que la unión monetaria nunca permitiría que un país no pagara. Nadie quiso aguar la fiesta", señala Manuel de la Rocha Vázquez, coordinador de Economía Internacional de la Fundación Alternativas.

De la Rocha recalca que todo el mundo sabía que había fallos de diseño económico en la unión monetaria, pero se dio por bueno que el enorme impulso político con el que nació el proyecto bastaría para subsanarlos. En estos años, los avances en la integración presupuestaria, la emisión de deuda conjunta, la armonización laboral o la sincronización de políticas económicas han sido mínimos. Incluso el control del déficit y la deuda pública ha resultado controvertido. Hubo, eso sí, una inmediata aceleración del flujo de capitales dentro de la unión monetaria, en un entorno internacional benigno. Y con eso bastó durante un tiempo.

El crecimiento económico fue moderado, pero aparentemente virtuoso: algunos países periféricos (Irlanda, España) avanzaron a mayor velocidad que las economías centrales (Alemania, Francia) y eso contribuyó a una convergencia en la renta por habitante. Las diferencias de niveles de precios se estabilizaron. Hubo 16 millones de puestos de trabajo más, el doble que en la década anterior. El euro ganó peso como moneda de reserva internacional. Y en el control presupuestario se tendía a ver el vaso medio lleno (España e Irlanda tenían superávit antes de la crisis), no medio vacío (la deuda pública acumulada por Italia y Grecia). El sonido de alarmas que debían haber sido ensordecedoras -el enorme desequilibrio en la financiación exterior, el súbito endeudamiento de familias, empresas y bancos- llegaba muy amortiguado.

"Pensábamos, erróneamente, que los enormes déficits exteriores acumulados se explicaban por un proceso de convergencia con la Europa del norte, que en un mercado financiero integrado eran poco más relevantes que los déficits comerciales de una comunidad autónoma o una provincia dentro de un país. De golpe nos dimos cuenta de que no había tal convergencia, que la productividad de los países del Sur se alejaba cada vez más de la de los del Norte y que el crecimiento estaba alimentado por un endeudamiento exterior insostenible", sintetiza Javier Andrés, catedrático de Análisis Económico de la Universidad de Valencia.

El sector bancario da el toque amargo al combinado: en vez de bombear crédito, bombea recesión. Tano Santos, catedrático de la Universidad de Columbia, recalca que otro fallo de diseño -en este caso, en la regulación financiera europea- "encadenó el destino de la banca y de los Estados" al privilegiar, en las normas contables para determinar el capital y en la concesión de préstamos del BCE, el uso de los títulos de deuda pública de cualquier país. En los balances se juntan ahora devaluados títulos de deuda pública con activos tóxicos de origen estadounidense o préstamos fallidos al sector inmobiliario.

En el mal europeo, España es un síntoma: el campeón del empleo en la zona euro sufre ahora una tasa de paro "insoportable", en palabras de Almunia; donde antes había convergencia, ahora hay marcha atrás (la renta per cápita ha vuelto a niveles de 2002). "El aumento del PIB por habitante en España se basó no en incrementos de eficiencia, sino en más capital, resultado de la reducción de los tipos de interés", acota Leandro Prados, catedrático de Historia Económica de la Universidad Carlos III. Al otro lado del espejo, Alemania, atenazada en el arranque del euro por los ajustes laborales y fiscales tras la integración del Este, vuelve a ser la protagonista absoluta. Si en España el endeudamiento llevó a una explosión de la demanda interna, a una burbuja inmobiliaria y a empleos poco cualificados, en Alemania el repunte importador de otros países europeos, financiado en gran medida con sus ahorros, alimentó el superávit comercial y rearmó la industria exportadora. Hubo crecimiento y empleo, sin necesidad de que la demanda interna (ni la deuda) avanzaran.

Antes de volver los ojos a los fallos de diseño de la zona euro, Alemania insiste en ensayar su fórmula: consolidación presupuestaria -aun cuando este no fuera el origen de la crisis- y contención de los costes laborales para ganar competitividad -aun cuando su superávit exterior se apoyó en el endeudamiento de otros países europeos, algo irrepetible ahora-. Pero la moderación salarial es solo un factor, y no el más importante, en la ganancia de cuota de mercado exterior. "Aumentar la eficiencia sin reformas institucionales drásticas es imposible", agrega Leandro Prados. "La receta de imponer una deflación es incompleta, nos puede llevar a una espiral depresiva".

La zona euro está metida hasta las trancas en un laberinto diabólico. Economías como la española combinan enormes deudas y mínimas expectativas de crecimiento. Solo un estirón permitirá a la unión monetaria llegar a la mayoría de edad. Y ni eso evitará una adolescencia conflictiva a la mayoría de sus miembros, para los que la amenaza es que la segunda década del euro se recuerde, en el próximo aniversario, como una década perdida. -

Una década en clave asiática

Al centro de gravedad de la economía mundial se llegaba, en 2008, desde Esmirna, el segundo puerto de Turquía tras Estambul. Apenas 30 años antes, habría que haberse metido en el Atlántico, al este de las islas Canarias. Dentro de 30 años, según las estimaciones de un curioso trabajo realizado por Danny Quah, de la London School of Economics, estará casi en la frontera entre India y China.

La investigación de Quah es un intento de representar dónde se situaría el promedio de la actividad económica mundial. Es también una ilustración del emergente poder de las economías asiáticas. Desde 1980 a 2050, ese centro de gravedad económico apenas se desplazará hacia el Sur, pero no para de moverse a Oriente. Una tendencia que se ha acelerado en la última década, la década del euro.

Cualquier explicación de lo que ha ocurrido en Europa debe partir del protagonismo ganado por Asia, y sobre todo por China, en estos años. Sus exportaciones baratas contribuyeron a contener la inflación en los países avanzados, facilitaron una política de tipos de interés bajos. Sus descomunales ahorros cebaron los mercados financieros internacionales.

Y el futuro de Asia, de China, determina buena parte de las decisiones que se toman hoy en Europa. En gran medida, Alemania y los países periféricos europeos han reproducido los desequilibrios que, a escala mundial, representan Estados Unidos y el gigante asiático. Pero la interconexión de Alemania con el resto de Europa ya no es lo que era, precisamente por la irrupción de nuevos clientes.

En 1999, según The Economist, las exportaciones alemanas a España, Irlanda, Grecia y Portugal sumaban 30.000 millones de euros, cuando las ventas a China no pasaban de 6.000 millones. En 2010, las exportaciones alemanas al gigante asiático alcanzaron los 53.000 millones, más que a los cuatro países periféricos juntos. En la última cumbre del G-20, Angela Merkel dejó claras las prioridades. "Si Europa quiere conservar su Estado de bienestar tiene que aprender a competir". -

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