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Reportaje:VÍCTIMA DEL TERRORISMO

Cuatro disparos contra Pagaza

¡Ay, madre, qué miedo tengo,

que me han de matar y no puedo evitarlo!

Joseba Pagaza

La situación que da origen a esta historia es perfecta desde el punto de vista dramático. Un bar desangelado, que lleva el exótico nombre de Daytona, como pintado por Hopper, en el que la barra está ocupada por dos seres silenciosos. Uno de ellos es un transeúnte que no tiene mucho que hacer a esas horas en Andoain, porque no es cazador como los que se acaban de marchar y gozan de la capacidad de conversar sobre jabalíes o aves de paso. Toma un café y lee un periódico.

El segundo personaje es crucial en la historia. Es un tipo de edad casi inescrutable, fornido, de estatura media, que se cubre la mitad de la cara con un gorro negro de los que ayudan a combatir el frío de ese húmedo y hostil 8 de febrero de 2003. Viste un chaquetón que embosca más aún sus características físicas, y utiliza unas gafas gruesas que esconden sus ojos. El tipo lleva más de cuarto de hora dándole vueltas a la taza de café con leche, dejándose el ADN desparramado por la superficie, y fingiendo que lee un ejemplar del Diario Vasco que los del bar dejan amablemente para que la parroquia se distraiga.

El homicida no fue buscado con ahínco hasta que los máximos jefes de la Ertzaintza fueron relevados
El abogado del acusado se esforzó en demostrar que Pagaza era diestro con las armas y que se podría haber defendido

Hay también una camarera que atiende las escasas peticiones de la magra clientela mientras entra y sale a la minúscula cocinilla que surtirá la barra cuando la cosa se anime. Y un tercer cliente en la puerta.

Al extremo de la barra se abre un espacio poblado de mesas que arman un comedor desabrido, separado de forma simbólica del resto del bar por una celosía de madera. A la primera de las mesas se sienta un hombre de cuarenta y cinco años, que luce una melena de pirata y un poblado bigote negro, y lee con aplicación la prensa, acompañada también de un café cortado, como todos los días. Viste de paisano, aunque es el sargento jefe de la policía municipal de Andoain. Ese hombre se llama Joseba Pagazaurtundua, y es conocido en el pueblo por el apócope de Pagaza.

El tipo que deja su ADN pegado a la taza está pensando en cuál será el mejor momento para matar al sargento.

El sargento, en justa correspondencia, lleva mucho tiempo pensando que le van a matar cualquier día de estos. Lo piensa y lo dice, y lo escribe, a sus jefes naturales, y a su familia, aunque a nadie, ni a su madre, su mujer y sus hijos les envía sus letras desesperanzadas. Las guarda.

Lleva años con la obsesión de que los asesinos de la zona van a acabar con él. La idea no es injustificada. De cuando en cuando, le amenaza algún vecino, o aparece su nombre en una pintada callejera como objetivo de ETA. Le gritan que es el próximo. Cosas así. Algún amigo le ha preguntado que por qué no se marcha, y él ha dicho: "Porque aquí o nos salvamos todos o no se salva nadie". Tiene miedo, pero tiene arrestos para vencerlo. Durante unos años se marchó del pueblo, y fue enviado en comisión de servicio de la Ertzaintza a La Guardia, un pueblo de la Rioja alavesa. Pero en 1998, ETA declaró un alto el fuego unilateral, y le hicieron volver. Pagaza solicitó que le enviaran a otro lado donde fuera menos notorio, porque no se fiaba, pero el viceconsejero de Interior, Juan Manuel Martiarena se negó: "Estos ya no van a volver a matar".

Martiarena se equivocó. Y "estos" han matado desde que rompieron la tregua a finales de 1999, a gente como Fernando Buesa, el parlamentario socialista vasco, y a su escolta, Jorge Díaz, o a José Luis López de la Calle. Y a bastantes más. Pero a Pagaza nadie le ha quitado de Andoain, donde es el blanco más fácil y el hombre más amenazado. Y allí está, a las órdenes de un alcalde de Euskal Herritarrok, José Antonio Barandiarán, que simpatiza con quienes le avisan de muerte.

¿Por qué quiere el tipo de la capucha matar al municipal? Es posible que ni siquiera él tenga clara la razón, aunque sí tiene varias razones claras: el sargento es un traidor a la nación vasca, es miembro de una organización que se llama Basta Ya, que se dedica a movilizar a ciudadanos para combatir al nacionalismo radical, es militante del Partido Socialista de Euskadi, ha participado en la desarticulación de un comando de ETA, y ha sido un activista en contra del acuerdo que, por las amenazas de ETA, desvió el proyecto de la autopista de Leizarán, un pacto que han refrendado el PSE y el PNV de la Diputación de Guipúzcoa acogotados por el miedo. O sea, que no faltan razones, desde el punto de vista del encapuchado.

El tipo de la capucha se llama Gurutz Agirresarobe. En casa, en su club de rugby, en la ikastola, le han enseñado que una de las misiones más importantes de un joven abertzale es acabar con la imposición que ejerce España sobre la patria irredenta. Y esa misión puede incluir matar. En Andoain ya se ha hecho. Hace menos de tres años, un periodista llamado José Luis López de la Calle, de origen comunista, recibió unos tiros por la espalda por su empecinamiento en denunciar la estrategia del miedo y su pertinacia en criticar lo de la autopista. Tanta insistencia que un miembro del PNV le dijo un día: "A tí te vamos a tapar la boca". Se la taparon impidiendo que hablara de eso en los periódicos donde escribía y, después, Ignacio Guridi, uno de los amigos ideológicos de Gurutz, haciendo con su pistola que no escribiera nunca más. López de la Calle era amigo del sargento.

¿Todo eso es bastante para querer matar a un hombre? A juicio de Jose Mari Elosua, el futuro abogado defensor de Aguirresarobe, parece que sí. Cuando le echen el guante a Gurutz, dentro de más de ocho años, y se celebre el juicio, el letrado, hombre experto en las lides de la defensa de etarras, perderá un buen rato en intentar demostrar dos cosas: que Joseba Pagaza era diestro en el uso de las armas, o sea, que se podría haber defendido como si de una película del oeste se tratara; y algo más importante, que Pagaza había colaborado con la Guardia Civil y se decía que era confidente del CNI. ¿Serviría eso para salvar a su cliente? Para nada: es solo un mensaje a los compañeros de su mundo. Según su alegato, Gurutz no está en el Daytona, pero tiene que quedar claro que el sargento se habría podido defender y que le pegaron unos tiros por algo. Los abogados de los radicales suelen hacer eso: matar otra vez al muerto.

Gurutz, el tipo de la capucha, se toma su tiempo para elegir el momento en que va a abordar al sargento. La idea es sencilla: esperar a que el bar esté casi vacío, y a que Pagaza relaje la vigilancia. Desde su mesa, Pagaza domina la entrada del local, pero no puede ver con facilidad a quien se quiere convertir en su asesino. Y Gurutz juega con paciencia con la taza y el periódico, esperando su momento.

Gurutz es hombre conocido en Andoain, y en Hernani, su pueblo natal, por sus actitudes radicales y violentas. Forma parte de cualquier grupo que se proponga quemar la casa de un hombre como Estanis Amutxastegui, un socialista valeroso que será alcalde del pueblo y que se niega a aceptar la ley del miedo, al que se la quemarán un par de veces. Los militantes del entramado etarra están aplicando lo que les mandan desde la cúpula: socializar el sufrimiento; es decir, que nadie se pueda sentir seguro si está fuera del mundo de la independencia. A los resistentes, gentes del Partido Popular, del PSE, de plataformas como Basta Ya, les pueden matar un hijo o pegar un tiro a su pareja; desde luego, quemarles el coche y la casa. Se trata de intimidar, de conseguir la ley del silencio, lo que es más fácil en un pueblo que en una ciudad como Bilbao o San Sebastián. Los de Basta Ya estorban, son peligrosos, porque quieren ganarles la batalla mediante una revolución cívica, sin violencia, que movilice a los ciudadanos.

"Yo no soy así porque me quieran matar. Me quieren matar por pensar así", escribe Pagaza.

Gurutz es uno de los que practican esa violencia continua y discriminada, elaborada a semejanza de la que practicaban los nazis con colectivos étnicos pero también políticos. No soportan la existencia de hombres como De la Calle, Amutxastegui o Pagaza que se han atrevido, por ejemplo, a enfrentarse a cuarenta tipos de HB cuando intentaban pegarle fuego a la Casa del Pueblo. Gurutz es de la misma camada que Beñat Aginagalde, su compañero del equipo de rugby del pueblo que acabará matando a un concejal del PSE en Mondragón, Isaías Carrasco, y a un empresario que se niega a pagar el impuesto revolucionario, Inaxio Uria. Y hay un primo de Gurutz, Eneko, que se va a tener que marchar de España porque milita en ETA. Son ese tipo de gente a los que Xabier Arzalluz, el dirigente del PNV llama "los chicos", mientras se refiere a otros como Pagaza o Mario Onaindia como los "ex terroristas", los que ahora en 2003 y desde 1977 combaten a la banda con la fuerza de quienes se sienten responsables de haber ayudado a crear el monstruo y buscan construir un país libre.

O sea, que Gurutz es un "chico" preparado psicológicamente para matar. Ahora, en 2003, ETA no tiene muchos escrúpulos para aceptar militantes. Cuantos más, mejor, por mucho que no estén entrenados ni sean lo bastante enteros. Gurutz, que le da vueltas a su taza de café dejando el ADN suficiente para que le encuentren algún día, lleva una pistola en el bolsillo. Es la misma que se ha utilizado ya una vez en Zaragoza para matar a otro hombre, a Manuel Giménez Abad, presidente del PP de Aragón. ETA le ha pasado a Gurutz el arma. Un arma que no se volverá a encontrar y que, posiblemente, él no vuelva a utilizar, porque dejará de practicar la violencia armada y se dedicará sólo a la otra, a la de quemar coches y banderas españolas.

El sargento ya está confiado. Confiado sólo en ese momento, porque ha sabido por terceros que su nombre está en los documentos incautados al comando Donosti y al Buruntza. Nadie se lo ha dicho oficialmente.

Gurutz decide levantarse del taburete ante la barra y mete la mano en el bolsillo para sacar el arma. Es un trabajo fácil. Bueno, fácil para quien sea capaz de arrebatar una vida. El sargento no debe sentirse muy inseguro, con el bar casi vacío, y sigue enfrascado en el periódico.

Unos pasos, pocos, que traza con rapidez, y Gurutz se planta ante el sargento con la pistola en la mano. Hace cuatro disparos. Tres de ellos le alcanzan en la cabeza, el cuarto en el hombro. Y el sargento cae. Luego, Gurutz se da la vuelta y sale del bar con urgencia. Le ven salir los otros dos clientes y la chica que atiende la barra y la cocinilla.

La chica reacciona con una serenidad pasmosa. Dice que nadie toque nada. Luego, al que está en la barra le envía a avisar a la policía y a los servicios de urgencia. Y se pone a echar los cierres y el pestillo de la puerta de salida. La escena del crimen queda así preservada de intervenciones que puedan alterar pruebas.

Cuando llegan los ertzainas, la chica les señala la taza que ha quedado sobre la barra. Los de la Científica la recogerán con todas las precauciones y la enviarán a la sede central con el mimo con que se hacen esas cosas.

Al día siguiente, una manifestación de miles de personas recorre las calles de Andoain. La forman los que comparten en Euskadi situaciones de amenaza y dolor, y los que están, sencillamente, a favor de la libertad. La hermana del sargento, Maite, se enfrenta a los responsables de que no hayan sido aceptadas sus angustiadas peticiones de traslado, y a los que no se atreven a enfrentarse a los amigos de Gurutz y del alcalde del pueblo: "políticos de corazón de hielo". No estarán invitados al funeral.

No sirve de mucho el calificativo. Gurutz no va a ser buscado con el suficiente ahínco hasta que pasen muchos años. Hasta que los máximos responsables de la Ertzaintza sean relevados. Puede ser una coincidencia, pero es notorio que se trata de fervientes nacionalistas. A partir del momento en que se renueve la cúpula de la policía vasca, los "chicos" como Gurutz empezarán a caer como moscas. Puede ser una coincidencia. Desde la llegada de los nuevos jefes policiales, se cruzarán de manera sistemática las muestras de ADN de todos los identificados como sospechosos de pertenecer a ETA y su entramado. Y se acabará la impunidad para muchos.

Los restos de ADN que Gurutz se deja en la taza le van a llevar a la cárcel, siete años después de que el sargento caiga muerto de cuatro balazos en el desangelado comedor del Daytona. El fiscal, el abogado de la acusación particular, el del Ayuntamiento, dejarán sin efecto los argumentos de su defensor. Aunque la alcaldesa del pueblo, Ana Carrere, de Bildu, dejará claro que su equipo no se reconoce en la decisión del pleno, cuando lo presidía el socialista Estanis Amutxastegi, de nombrar a Jose Mari Mugica abogado del Ayuntamiento en la acusación contra Gurutz. Para ella y sus compañeros de Bildu, antecedente de Amaiur, no habrá que apoyar esfuerzos que lleven a la cárcel al asesino de Pagaza.

Del sargento que escribía para sí "que me han de matar y no puedo evitarlo".

Gurutz Agirresarobe, custodiado por <i>ertzainas,</i> durante el registro de la casa de sus padres en Añorga (Gipuzkoa), tras ser detenido por la muerte de Pagazaurtundua.
Gurutz Agirresarobe, custodiado por ertzainas, durante el registro de la casa de sus padres en Añorga (Gipuzkoa), tras ser detenido por la muerte de Pagazaurtundua.JESÚS URIARTE.

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