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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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La gran escuela de FAME

Diego A. Manrique

La pregunta del millón: ¿estamos retrocediendo hacia unos nuevos Tiempos Oscuros o todavía hay margen para el oficio de confeccionar discos panorámicos? La respuesta: mientras existan sellos como Ace Records, ese arte no se ha perdido. Su último tour de force es un librito, 84 páginas de textos y fotos, con tres CD encartados, un total de 75 canciones.

Se titula The FAME story. 1961-1973. Aquí, FAME significa Florence Alabama Music Enterprises. Una editorial musical, discográfica y estudio de grabación situados al noroeste de Alabama, en Muscle Shoals, pueblo que entonces tenía unos 5.000 habitantes.

Ciertamente, el lugar más improbable para una meca del soul. El condado es seco: no se puede comprar alcohol, aunque muchos beban. Su población es mayoritariamente blanca y, en otros tiempos, mandaba el Ku Klux Klan (en honor a la verdad, en los sesenta aceptó las leyes de la integración sin rechistar). Además, a ver como lo digo finamente, los afroamericanos de Alabama tienen reputación de primitivos entre los suyos: en los guetos del norte, un bama es un negro bruto y paleto. Léase King Suckerman, de George Pelecanos.

Descubrir semejante caudal de joyas obliga a reconciliarse con la industria discográfica

Pero al frente de FAME estaba Rick Hall, experto en sacar agua de las piedras. Hall, que ejercía de ingeniero de grabación y productor, formó sucesivos equipos de músicos listos para la acción. Asombra leer en la presente recopilación que era habitual enlatar cuatro canciones en tres horas; queda constancia de un grupo, Bobby Moore & the Rhythm Aces, que liquidó todo un elepé en una mañana de domingo. Ayudaba que instrumentos y micros estuvieran ya colocados, aptos para sacar un sonido carnoso. Simplificaban la tecnología: hasta 1968, se usaba una grabadora de tres pistas.

Rick Hall cultivaba la cantera de Alabama y Misisipi, pero también ofrecía sus servicios -incluyendo estudio y músicos- a sellos poderosos. Situaciones delicadas: cantantes negros enfrentados a instrumentistas blancos. El feroz Wilson Pickett encajó sin problemas pero la primera sesión con Aretha Franklin fue un fiasco: su marido-mánager se peleó con Hall y nunca volvieron. Se llevaron, eso sí, el I never loved a man (the way I love you), que serviría de patrón para sus incandescentes discos en Atlantic.

Para desolación de Rick Hall, Atlantic le puenteó: trasladaba sus músicos a Nueva York, donde proporcionaban repertorio y fondo caliente a la Reina del Soul. Al final, mandó el dinero: Hall era tacaño y ese grupo, la autodenominada Muscle Shoals Rhythm Section, se independizó, montó su propio estudio y atrajo a estrellas del rock: los Stones, Bob Seger, Rod Stewart, Paul Simon, Dylan. Parte de ellos hasta se integrarían en Traffic durante la época final del grupo británico.

Hall aprendió. Su tercera banda fija era mixta, cuatro negros y tres blancos. También aumentó su potencia de tiro al sumar ocasionalmente guitarristas como Duanne Allman o Joe South. Pero sin perder sus características esenciales: los arreglos improvisados, el respeto por la canción breve, la sumisión a las voces (en FAME se grabaron pocos instrumentales).

Lo que revela The FAME story. 1961- 1973 es la extraordinaria productividad del estudio. Por allí pasaron Otis Redding, Etta James, Clarence Carter, Irma Thomas, George Jackson, Candi Staton, Little Richard, Laura Lee, Lou Rawls. Si esa letanía no excita sus glándulas salivares, urge remediar esa carencia con esta antología.

El soul sureño tiene seguramente la mejor relación calidad-precio -¿o habría que decir emoción-duración?- de toda la música popular. En The FAME story faltan muchos de los éxitos supervisados por Hall, de When a man loves a woman a Mustang Sally; lo compensan con prodigiosos másteres de la segunda división y algunos inéditos.

Hay soberbios especialistas en soul sureño: Peter Guralnick, Barney Hoskyns, Rob Bowman. Pero sus libros no están traducidos; bendigamos la salida de esta colección. Encontrarse con este caudal de joyas e historias obliga a reconciliarse con la (mejor) industria discográfica. Lo siento por Steve Jobs y sus siervos: semejante epopeya no cabe en sus aparatitos.

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