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Columna
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El tesoro de Pradera

Juan Cruz

Hace un año, en una de sus idas y venidas de la gravedad a la lucidez, la cuñada de Javier Pradera, Beatriz Rodríguez-Salmones, la primera jefa de Documentación de EL PAÍS, le propuso al recién fallecido vigía de la Transición (como titulaba José Andrés Rojo el obituario que este periódico publicó el lunes último) algunas lecturas. "¿Quieres que te lea este libro o este artículo?", e incluso le ofreció enchufarle el televisor para que viera un partido de fútbol.

Pradera le dijo que no a todo. Hasta que explicó, con un hilillo de voz:

-No. Pero, ¿podrías buscarme la sentencia del Constitucional sobre el Estatut?

Joaquín Estefanía, que fue su amigo en la playa, en la casa y en el periódico, contó el otro día, cuando sus muchísimos amigos despidieron a Pradera en Tres Cantos, que, en las postrimerías de su vida, Javier lo requirió a través de Natalia. Natalia Rodríguez Salmones, la mujer de Javier, le dijo que Pradera necesitaba verle.

Estefanía se preparó para cualquier cosa. Y al llegar junto a él, con ese hilillo de voz que ya presagiaba el final del aire, Pradera le dijo:

-¿Me puedes explicar qué es una zona económica perfecta?

A Pradera nunca se le agotó la curiosidad, ese era su tesoro. Él venía, cada día, al periódico; revolvía su mesa atestada de originales (para Claves, sobre todo), para encontrar el dato que necesitaba. Paco Calvo contó, también en la despedida, que lo buscaba de día o de noche para precisar una cita ("por muy leve que fuera", explicó Miguel Ángel Aguilar). Nunca jamás fue Pradera a una reunión sin haberse aprendido la lección. Le teníamos tanto respeto, a veces un respeto reverencial, como si tuviéramos miedo a su rigor, porque en ese afán por saber más de todas las cosas fue un referente; en un país (y en un periodismo) en que nos basamos tantas veces en suposiciones más que en datos, Pradera fue una isla, un espejo en el que nos miramos. Su tesoro era saber, preguntar para saber. Y la gran deuda que ahora tenemos, entre otras deudas, es la de haber hecho de ese diario aprendizaje suyo un libro de estilo para los que seguimos en el oficio y para los que vendrán.

El día de la despedida de Pradera escuché muchos parlamentos; como es natural, me resultó muy conmovedor el de su nieto Juan, pues en este tiempo ya casi todos los que estábamos allí llorando la muerte del amigo estamos en la zona sagrada de la abuelidad. Juan dijo, con un candor que hizo saltar muchas emociones en el auditorio, algo que le dijo su abuelo una vez, comiendo ambos en una playa cántabra: "Los abuelos engordamos viendo comer a los nietos". Aquel hombretón que a veces gruñía al saludar, pues iba de su sabiduría a sus asuntos, y en el trayecto no quería distracciones, era también ese abuelo feliz que tenía en el nieto el nuevo tesoro. El primero era saber, seguir consultando, hasta el último instante, despejar las dudas para que sus artículos fueran esas piezas maestras que constituyen ahora una hemeroteca de la historia de España. Y el segundo tesoro, el que le dio más felicidad, fue ese nieto que ahí le dijo adiós como si estuviera representando a la época que viene con respecto a la época, toda una época, que allí se despedía.

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