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Columna
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La crisis de los servicios públicos

Los recortes actuales en el gasto público autonómico se veían venir. La combinación de cuatro factores los hacían inevitables: la abrupta caída de los ingresos tributarios y transferencias que nutren las arcas autonómicas, las restricciones al endeudamiento, la inercia que gobierna la dinámica del gasto autonómico y, desde 2010, la cicatería de la Administración central a la hora de anticipar fondos o posponer devoluciones. Al menos desde principios de 2009 venimos advirtiendo de esta inminente crisis de los servicios públicos. Dicho lo anterior, existen algunas cuestiones que sí me llaman la atención.

Primero, que las autonomías han renunciado a usar su autonomía financiera para subir ingresos y, así, reducir el déficit sin tener que recortar tanto por el lado del gasto. Salvo algunos incrementos menores en el tipo marginal máximo del IRPF, a lo más que se ha llegado es a dejar para más adelante promesas de rebajas fiscales, como las de la Xunta actual. De hecho, gobiernos como la Generalitat catalana, ahora inmersos en draconianos planes de ajuste y con deseos irrefrenables de birlarle la mitad de la paga extra al personal sanitario, se han permitido aprobar recientemente rebajas fiscales en el impuesto sobre sucesiones y donaciones que minan la progresividad del sistema fiscal.

La pasividad de los partidos de izquierda ha dejado solos ante el peligro a los sindicatos

Segundo, el ataque a lo público. Es sorprendente como se ha retorcido el discurso para pasar de un generalizado cabreo con las agencias de rating, supervisores bancarios, entidades financieras y especuladores sin escrúpulos en 2008, a que en 2011 nos hayamos olvidado de ellos y nos concentremos en los empleados públicos como origen del mal. El problema es el Estado del bienestar y sus trabajadores. Es falso que tengamos una buena sanidad y educación públicas. Lo bueno está en lo privado. En lo público están los vagos maestros que trabajan 20 horas a la semana. Además, ya puestos, ¿por qué debemos pagarle la educación a los hijos de los trabajadores, una vez que saben leer y escribir? ¿Para que luego les quiten los puestos de trabajo a nuestros adocenados hijos? Esta cadena argumental no es imaginaria. Incluso dicen que existen presidentas autonómicas que la asumen como propia.

Tercero, la pasividad de los partidos situados en la izquierda ideológica. Parecen más ocupados en sus líos internos que en armar un discurso global y coherente, con una reforma fiscal y el combate contra el fraude en su frontispicio. Los sindicatos quedan solos ante el peligro. Y los grupos de presión lo saben. Refuerzas sus ataques contra ellos, incidiendo en los vicios y errores que efectivamente han cometido, para deslegitimarlos. Escuchando a algunos tertulianos de éxito, el ser sindicalista parece motivo suficiente para la lapidación pública.

Cuarto, a los recortes en los servicios públicos se le suman los recortes en la obra social de las cajas de ahorro, de la mano de una inesperada y discutible privatización de un patrimonio social acumulado durante muchas décadas. Si la participación de NCG en el nuevo banco se reduce a un 10%-15% del total, mucho me temo que el extraordinario suplemento que suponía la obra social respecto a las políticas autonómicas va a quedarse reducido a algo poco más que testimonial. Salvo, claro está, que la Xunta se convierta en accionista de referencia del nuevo banco o que alguien consiga que de la nueva entidad brote otro rara avis en el mapa bancario español como es la Fundación Barrié. Me parece más factible lo primero.

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Quinto y último, el centralismo de las propuestas de solución, sobre todo las que proceden del Partido Popular. Si Mariano Rajoy gana las elecciones generales y obtiene mayoría absoluta no me cabe ninguna duda de que, en lo que queda de década, viviremos una ola recentralizadora en España. A algunos les gusta la idea. A otros no. Habrá que votar en consecuencia.

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