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Columna
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De la pantalla al cielo

Un joven no es hoy tan solo un joven biológico. En un reportaje de El Mundo a mediados de septiembre de 2001 se hablaba del fin, la desaparición o de la confusión de la edad: los de 12 años eran como jovencitos, los de veintitantos adultos, los de treinta y tantos viejitos, los de 50 jovencitos y los de 70 maduritos.

No resisto a presentar esta clasificación porque, efectivamente, significa algo más que una denominación ocurrente y de circunstancias. Son las estructuras de la familia, los nuevos valores y el orden del trabajo actual quienes han trastornado las clasificaciones y sus inseparables significados. ¿Cómo no iba a ser así en este asunto cuando lo es en tantos otros, desde la pintura al porno, desde el sexo a la alimentación?

Confiamos en el más allá del comunicador sin verle la cara, sin conocer sus intenciones ni su catadura

La religión ha pasado, a su vez, de ser la incuestionable verdad de la fe, siempre interior, subjetiva rural y garbancera a convertirse en oro puro para ayudar o triunfar.

No es la ciencia pero sí su complemento, no es la ciencia pero a menudo su rival, puesto que la enseñanza de la fe, en los colegios norteamericanos o no, contrarios al evolucionismo y partidarios del creacionismo, contrarios a los efectos de la medicina y partidarios del curanderismo, han engalanado el prestigio de la vetusta fe.

Fe en la curación del cáncer a través del Opus Dei, fe en el éxito profesional como camino hacia el trono de Dios, la fe en uno mismo como taumaturgo de nuestra personalidad multiplicada por mil, la fe en los logros como la fórmula más eficaz para lograr cosechas de primera.

Efectivamente, desde la ciencia a la fe y desde la fe a la ciencia hay más pasadizos de los que antes se suponía y de hecho, solo el cerero sería capaz de dar cuenta entre los seres humanos de esta estrecha y mística relación. Pero también en las máquinas habrá una creciente presencia del pensamiento individual, un oleaje mental que como un tecnicolor de poder las moviliza. Uniones de cuerpos y máquinas en una conexión, ya sea íntima mediante un más o menos visible y remoto.

La ciencia nunca ha alcanzado su nivel más alto y justamente, cuando allí se encuentra ahora, su desplome (como en la Gran Crisis) parece mucho mayor. Y no tanto para convertirla en escombros sino para ponerla al nivel de otros conocimientos afectivos, emocionales o intuitivos que complementan, igual que en el cuerpo humano, la relación psicosomática, siendo el soma la ciencia y el psico la conciencia. Siendo la conciencia la fe y el cuerpo el artefacto, dicho sea para salir del paso.

De parecida manera, se puede pensar en el fenómeno aparatoide de la juventud actual. Apenas se concibe un joven sin aparato, sea una pantalla, un móvil, una tableta o un ordenador. El joven pierde su carácter y hasta su fisonomía si discurre conectado a estos aparatos. Conectado e interrelacionado no de vez o de vez en cuando sino apegado a sus acciones y expresiones como una forma de ser y vivir la juventud.

¿O es que puede imaginarse una juventud contemporánea sin estas tecnologías? Muy lejos de ser tratadas como herramientas de quita y pon, para el tiempo de trabajo o de recreo, se han portado como acompañantes inseparables de la juventud.

No son órganos en el sentido de la biología pero son órganos en el sentido de la biónica lo que significa una delgada distinción. Los jóvenes reciben la vida a la antigua usanza. Son fecundados mediante la copulación, se desarrollan dentro de una placenta y llegan al alumbramiento, más o menos como en el principio de los tiempos.

Sin embargo, tan pronto traspasan este expediente, su vida se concreta en la relación con las pantallas, nodrizas, maestras, amigas, amantes. Aman, sufren, se divierten, los despiden, se excitan o se apenan en un traslúcido espacio creado a través de las pantallas. No es un asunto secundario, ni tampoco marginal. Los muchos mundos se hallan en estos lugares de la Red y el mundo en general es ya inconcebible sin este universo. La fe regresa convertida en la fe bíblica. Confiamos en el más allá del comunicador sin verle la cara, sin conocer sus reales intenciones, sin saber apenas de su catadura. Por el arco de la ciencia se dispara la flecha de la fe; por el mundo saturado de complejos artefactos regresa la imaginación artesana que promovían las iglesias. La fe más simple se filtra entre los circuitos más complejos.

La informática y sus derivaciones han procurado el gran milagro (¿milagro?) de regresar desde la abstracta globalización a la ermita de adobe y desde el firmamento del 2.0 al rudimentario cielo de Dios.

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