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EXTRAVÍOS
Columna
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Disidente

Extrayendo la savia de una anécdota circunstancial, protagonizada por un personaje segundón, el escritor francés Pascal Quignard (Verneul-sur-Avre, 1948), en su libro Butes (Sexto Piso), no sólo nos abre una perspectiva insospechada para la lectura de un clásico, Las Argonáuticas, del poeta épico griego Apolonio de Rodas (hacia 295-hacia 215 antes de Cristo), sino que literalmente nos zambulle en una reflexión sobre el origen de la música y, también, en el fondo, sobre el sentido del arte. La anécdota aprovechada se refiere al momento en que los argonautas, que navegan en busca del vellocino de oro, deben afrontar la mortal audición del letal canto de las sirenas, del cual son salvados por Orfeo, cuyo tañer de la lira se sobrepone a la peligrosa melodía femenina. Se salvan todos, menos uno, precisamente Butes, que abandona los remos y se lanza al agua en pos de esa llamada irresistible.

Que yo sepa, nadie había reparado en la suerte del desdichado Butes, quizás porque la desgracia de dejarse arrastrar por esta atracción fatal fue borrada por la hazaña del astuto Ulises, que logró sobrevivir a la experiencia de la audición del canto de las sirenas haciéndose atar al mástil de su nave. Fue la suya, sin embargo, una victoria relativa, porque, como muy bien apuntaron Adorno y Horkheimer, en su Dialéctica de la Ilustración, justo a partir de ese instante triunfal, narrado en este caso por Homero, el canto y la música quedaron irremediablemente heridos, al instaurarse el placer artístico como una pérdida.

Con la intención de hurgar en esa herida, Quignard recupera la figura inapreciada del saltarín Butes, que se ahogó por seguir el canto hasta el final. Con su prosa poética, plena de fulguraciones, Quignard, que es también un musicólogo y un filólogo de gran talento, nos va llevando a lo que él considera, en efecto, el origen de la música, el primer arte, pero no en un sentido técnico, sino, por así decirlo, conjetural, porque trata de emplazarnos en el momento previo a que la música fuera música, lo cual supone una verdadera zambullida, como la del argonauta Butes en el mar. En este sentido, además de las investigaciones que rastrean los primitivos ritmos -¡quién sabe si emulando el hombre el canto de los pájaros!-, los primeros sonidos que le es dado oír al ser humano los percibe, amortiguados, en el lecho acuoso del vientre materno, donde indeclinablemente los mortales estamos impelidos a regresar.

Entre las muchas agudas y perentorias sutilezas con que Quignard da vueltas en torno a la súbita inmersión acuática de Butes, hay una muy bien urdida a partir de la etimología de la palabra "disidente", que procede del latín dis-sedeo y significa "des-sentarse", que es lo que hace este remero al levantarse de su banco y lanzarse al mar. En realidad, Butes se precipita -del latín praecipitatio-: "Con la cabeza por delante"- al arrojarse a las olas, pero, además, para retroceder -de retrocadere: "caer hacia atrás"-, volver a la pérdida original.

Hoy, con harta facilidad, calificamos como disidentes paradójicamente a los que hacen "sentadas", quizás porque consideramos que la disidencia es un asunto político, pero, de ser así, permítaseme apuntar que, desde esta confortable plataforma, uno sólo se cae del guindo. La disidencia del arte es radicalmente distinta y mucho más comprometida: como le ocurrió al acrobático y decidido Butes, te lleva al fondo de las cosas, a su sonido original, aunque acabe contigo o para acabar contigo. "La música", escribe Quignard, "comienza por murmurar al oído del que la ama y que se acerca al canto que le envuelve, donde consiente en perder su identidad y su lenguaje: acordaos, un día, antaño, se perdió lo que se amaba...".

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