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Reportaje:Bestiario estival

Historias de perros veloces

Barcelona ha tenido al menos siete canódromos desde la época de la República

Los canódromos eran unos lugares de aspecto desangelado que cuando yo los conocí estaban en el tramo final de su existencia. En los años ochenta solo sobrevivían el Pabellón, el Meridiana y el Diagonal, con un público compuesto mayoritariamente por señores jubilados y algún adolescente, que matábamos el tiempo con un juego que nunca rendía grandes ganancias ni requería grandes apuestas. Frente a la ventanilla, los jugadores repasaban la lista con los nombres de los chuchos, intentando adivinar cuál de ellos iba a ser el ganador. Aquel espectáculo crepuscular -propio de una película de John Cassavetes- resultaba fascinante por su aparente simplicidad. Una especie de estadio; unas gradas medio vacías; una pista lejanamente atlética, elíptica y bordeada por un riel metálico, sobre el que corría que se las pelaba una liebre autómata. Tras ella galopaban esbeltos galgos, con bandas numeradas de diferentes colores en el lomo. Y cientos, miles de boletos rasgados empapelaban el suelo.

El Parque (más conocido como el Sol de Baix), en la Travessera de les Corts, fue el primero, en 1932
La afición se desató en la posguerra: permitía pasar la tarde por un precio módico a la gente humilde

La historia de los canódromos en Barcelona se remonta a los primeros años de la República, concretamente a 1932, cuando se legalizan las apuestas. El primero en abrir fue el canódromo Parque -más conocido como el Sol de Baix-, en la Travessera de les Corts. Lo dirigía Josep Vergés, después amo de la editorial Destino y del escritor Josep Pla. Allí no solo se hacían carreras de perros; también las había de coches, de motocicletas y de caballos trotones. Estuvo en funcionamiento durante la Guerra Civil, pero cerró sus puertas en 1951.

En los años treinta, los galgos eran una versión modesta y poco refinada de las competiciones hípicas. Algo moderno, eufónico y norteamericano. Fruto de ese clima fue la aparición del canódromo Kennel, en la carretera de Sarrià, que fue inaugurado en 1933. Tres años después sería colectivizado y seguiría en funcionamiento hasta 1938. Abierto de nuevo en 1940, se rebautizó como canódromo Barcelona, aunque muy pronto se convirtió en velódromo para carreras ciclistas, y desapareció en 1946.

Otro pionero fue el canódromo Guinardó, situado detrás del hospital de Sant Pau, en lo que hoy es el campo del FC Martinenc. Funcionó apenas dos años, pues en 1936 fue incautado por los anarquistas: sus perreras, abiertas; los perros, liberados, y sus instalaciones, convertidas en una cárcel por la FAI.

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La afición por los galgos se desató en la posguerra, pues permitía pasar la tarde por un precio módico a la gente más humilde. Como fruto de aquella pasión canina, en 1954 abría sus puertas el canódromo Loreto, en la avenida de Sarrià. Aquí se disputó el campeonato de Europa de 1957 de carreras perrunas. Cerró en 1962 y la empresa que lo gestionaba abrió el canódromo Avenida, junto al Club de Polo. En esta nueva ubicación llegó a tener una taquilla para apuestas en la mismísima avenida de la Luz. Funcionó hasta 1979, cuando pasó a llamarse canódromo Diagonal. Pero no resistió mucho tiempo el embate de la modernidad y cerró en 1984.

Mi canódromo favorito era el Pabellón, junto a la plaza de Espanya. Llevaba abierto desde 1950, cuando se hizo famoso por acoger aquellos mundiales de hockey sobre patines que tanto le gustaban a Juan Antonio Samaranch. Aparte de galgos, allí se vieron combates de boxeo y la primera actuación en España de los Harlem Globe Trotters, y en la Transición fue escenario de mítines políticos. Pero sus dos últimas décadas con vida fueron de decadencia absoluta, hasta cerrar en 1999 y convertirse en una sede de la ONCE.

Mejor suerte parece que va a correr el canódromo Meridiana, obra de los arquitectos Antoni Bonet y Josep Puig, que ganaron con él el premio FAD de 1963. Fue desde su inauguración un símbolo de modernidad, atrayendo la atención de fotógrafos tan prestigiosos como Francesc Català Roca. Y siguió funcionando como el último superviviente de su estirpe hasta 2006. Ahora, la calidad de su diseño le ha permitido reconvertirse en el futuro -y de momento paralizado- Centre d'Art de Barcelona.

Quizá no fuese un pasatiempo muy elegante, con su pátina obrera y algo canalla. Se denunció como maltrato animal y generó leyes proteccionistas. Pero también alegró una parte triste de nuestra historia, cuando reinaba el hambre y había mucha necesidad de entretenerse. Por eso no puedo dejar de recordarlo con ternura.

El canódromo Meridiana fue el último superviviente de su estirpe hasta 2006. Ahora espera ser museo de arte.
El canódromo Meridiana fue el último superviviente de su estirpe hasta 2006. Ahora espera ser museo de arte.TEJEDERAS

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