_
_
_
_
_
PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Del brazo y por la calle

Las relaciones amistosas entre dos se definen, muchas veces, por la forma en que el dúo se manifiesta, en materia de contactos, cuando sale a la calle, va al cine o sube las escaleras. He conocido a gente -joven, sobre todo- que, debido a su inexperiencia y porque está tanteando la vida, no pasa del mucho darse con las palmas en las palmas o con las palmas en los hombros -ellos, claro: al grito de "¡Macho! ¿Qué hay, macho?-, y que inmediatamente conduce sus pinreles superiores a la seguridad de sus bolsillos. Las mujeres, quizá porque llegamos mucho más tarde a los tejanos -las modistas nos pusieron siempre los bolsillos cerca de la solidez de las caderas-, enhebramos -como dice Nuria Tesón- nuestros brazos instintivamente, entre nosotras.

"Lo mejor de nuestra amistad fue caminar por las calles beirutíes bien agarraditos"

A mí me gusta ir del brazo de los hombres. De las amigas, también. Naturalmente. Pero, sobre todo, de un hombre amigo. Eché mucho en falta esa costumbre mientras viví en Beirut, porque los árabes, incluso los más sueltos de cuerpo, no tienen el hábito de tocarnos con confianza: o creen que nos vamos a romper o creen que nos vamos a entusiasmar. Hay residentes extranjeros que, aliviados por las costumbres locales para camuflar en ellas sus propios embrollos, se han convertido entusiásticamente al sopor de miembros. Bueno, peor para ellos.

En medio de aquella sequía de brazos cercanos hubo para mí un hombre: Adrián. Desde el principio de nuestra amistad lo mejor entre nosotros fue siempre -además de rajar a gusto mientras comíamos juntos casi a diario durante dos años e ir asentando nuestra amistad- caminar por las calles beirutíes bien agarraditos del brazo. Nada eché más de menos cuando se jubiló y se retiró a su hogar tinerfeño. Por suerte, nos recuperamos en El Cairo, en donde vive la mitad del año. Él y su esposa egipcia, Violeta, han trascendido Beirut, el lugar donde les conocí, y ahora tenemos las cercanías del Nilo para disfrutar de nuestra amistad.

Volvamos a lo de tomarse por el brazo, y apretar esporádicamente el codo del otro contra el costado: un "aquí estamos" mudo, reconfortante. Se me ha ocurrido escribir hoy de ello porque he estado mirando mi colección de fotos realizadas en Egipto -con esta gracia digital que la proveedora Providencia me ha otorgado- y que han de servirme para situar en el tiempo las próximas aventuras de mi detective Diana Dial en la novela que estoy empezando.

De súbito caí en la cuenta de que muchas estaban tomadas desde lo alto de terrazas, a través de celosías situadas en pisos altos, revelando una instantánea, incluso, que cuando la tomé me encontraba casi a la altura del precioso minarete que adorna una de las mezquitas más hermosas y sobrias de la época mameluca.

Fue el brazo de Adrián el que me condujo hasta allí. Mejor dicho, nos condujimos mutuamente: él también anda un poco flojo de remos. Debido a mi esplendor de rótulas he visitado Egipto después de múltiples incidentes y durante convalecencias bastante atroces: con dos férulas o con una, con dos muletas o con una, con bastón y sin bastón, pero a prudentes pasitos chicos; pero nunca había subido y bajado tanto como desde que volví a encontrarme con Adrián allí.

De modo que, fíjate tú, la de escaleras empinadas y cairotas que hemos llegado a remontar y descender -eso es aún peor- Adrián y yo en busca de tesoros islámicos: de museo en madraza y de pequeña tienda en el bazar a gran mezquita. Eso sí, con precauciones y sin soltarnos del brazo.

"Cuidado, peldaño camuflado", advertía él. "Joder, pues anda que éste mide más del doble que los otros", acotaba yo. Luego caminábamos, del brazo, hasta un café. Y después de repostar, otra escalada. Al atardecer, cuando Violeta nos recogía, terminado su trabajo de guía culta y exigente, y nos íbamos a cenar, éramos ya un sexteto de brazos unidos, en varias combinaciones. "¿El baño, arriba o abajo?", preguntaba yo. Y Violeta, sacudiendo resignadamente la cabeza: "Abajo, querida, abajo". "Vaya por Dios". Y nos agarrábamos las dos, deslizándonos como dos sirenitas de edad madura, dispuestas a regresar a donde Adrián, en cuanto hubiéramos soltado las aguas, sin rompernos la crisma.

marujatorres.com

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_