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OPINIÓN
Columna
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Un largo viaje

Juan Cruz

Hubo un largo viaje de Jorge Semprún del que el escritor tuvo un único testigo, un amigo cineasta que venía con él de París.

Fue un largo, dolorosísimo viaje que el entonces ya muy abatido Jorge Semprún no podía dejar de cumplir por nada del mundo.

Ese trayecto era breve, unos quinientos metros, y le llevaría ese día de abril desde la salida del avión hasta la recepción de pasajeros en el aeropuerto de Berlín. Él iba a pie.

Allí le esperábamos tres o cuatro personas, la mayor parte de ellas pertenecientes a la organización de la conmemoración anual de la liberación del campo de concentración nazi de Büchenwald, donde iba a hablar Semprún al día siguiente.

El campo de Büchenwald fue para Semprún la metáfora del mal, la demostración de lo que el hombre es capaz de hacer para humillar al hombre, para someterlo a la condición de desperdicio. En su libro sobre Semprún, la periodista alemana Franziska Augstein (Lealtad y traición. Jorge Semprún y su siglo. Tusquets, 2010) dice que la esencia de la obra del escritor que acaba de fallecer es la lucha contra el mal, la reinvención más refinada del siglo XX. En Büchenwald él reconoció ese rostro perverso del mal y ahí afianzó su decisión de combatirlo.

Así pues, el autor de La escritura o la vida se disponía, en aquel último viaje a Büchenwald, a restituir amistades que tuvo, ojos y ojeras que fueron las de sus camaradas. Le recibieron como a un amigo e inmediatamente como a un héroe. Él era allí, en el hotel donde se habían concentrado todos sus camaradas sobrevivientes, el más juvenil acaso, quizá el más sonriente, y se mantuvo a pie firme, repartiendo abrazos y risas, carcajadas que debía sacarse de algún saco misterioso en el que separaba la furia del dolor de la alegría de esos reencuentros. Aunque parezca mentira, a la luz de las mezquindades que se han escrito sobre él, antes y después de la dictadura española, seguía siendo como un muchacho que recontaba las historias como si hubieran ocurrido en medio de una fantasía. Su relato de la tortura, su encuentro con los soldados que habrían de detenerlo, su propia descripción del campo como lugar de humillación y exterminio, alberga también la esperanza desolada que tienen los locos y los niños. En esta ocasión, en Büchenwald, Semprún se hallaba con los que pudieron morir con él, pero sobrevivieron para contarlo y para alertar al mundo sobre la evidencia del mal.

Así que él, enfermo y roto, no podía dejar de hacer aquel largo viaje; era también un viaje simbólico, no solo el que hacía a Büchenwald, sino este que hacía por los pasillos que le llevaron del avión a la salida del aeropuerto. Había vencido, con una voluntad de la que él mismo se sorprendía, la sombra del fascismo, contra el que siguió luchando, en la clandestinidad española; había sorteado peligros en un juego que pudo haber sido fatal en el propio territorio de su patria, de modo que ahora no iba a ser vencido por la imponente distancia de los aeropuertos.

Así que, al final del pasillo, encorvado, con la mirada atenta, agarrado a la vida por esa luz que buscó siempre para entender las cosas, ahí estaba, para ir a Büchenwald, este testigo de la maldad del siglo, Jorge Semprún. "¿Me trajiste el periódico?", me preguntó al verme. -

Jorge Semprún.
Jorge Semprún.MIGUEL MEDINA / AFP

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