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Columna
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Encuentro inesperado

Iba yo por la calle, con la absurda prisa de siempre, y aconteció uno de esos encuentros que de tan imprevistos se parecen a clamorosos accidentes: allí estaba Otazua, uno de mis profes de Primaria. Nos encontramos al doblar una esquina y casi me di de bruces con él. "¡Hola!", dijo entonces. Percibí que no se acordaba de mi nombre y, sin embargo, me había reconocido, y yo le reconocí a él. Habían pasado treinta años desde que dejé de verlo en el colegio, y treinta y cinco desde que dejó de darme clase, pero el encontronazo se pareció a una iluminación. "Ortuzar", dije entonces, "¡No, Otazua!", rectifiqué enseguida. Me sorprendí a mí mismo tratándole de tú, cuando a aquellos encorbatados maestros de la infancia siempre les tratábamos de usted. Sólo más tarde, en el bachillerato, aparecieron los profesores de ademanes juveniles y barba desordenada, que nos acostumbraron a lo contrario, practicando una cercanía que hoy me parece mal entendida.

Otazua iba a cumplir ochenta y cuatro años, estaba físicamente bien y me lo dijo casi pidiendo perdón: "Es que no me duele nada". El tiempo le había arrebatado aquella furiosa mata de pelo negro e hirsuto, pero seguía siendo el mismo. Comprendí, con melancolía, que en tantos años él había cambiado relativamente poco, mientras que en mi caso la transformación era abismal. Un hombre maduro, si llega a la vejez en buenas condiciones físicas, sigue siendo esencialmente el mismo, pero un antiguo niño ya ha experimentado, cuando llega a los cuarenta y ocho años, varias demoliciones en su identidad personal, y en algunos casos, como el mío, una demolición facial también.

Otazua fue inspirador de anécdotas colegiales, de esas que dejan marca indeleble en las promociones de estudiantes de todas las escuelas del mundo. Una vez pidió en el examen de historia que dibujáramos sobre el papel las rutas de los cuatro viajes de Colón. Nunca olvidaremos el tenor de la pregunta: esquema o croquis cromático del cuádruple derrotero colombino. Aquello nos hizo mucha gracia, de puro anacrónico, excéntrico y rebuscado, como siempre nos pareció el propio Otazua. Tanto nos reímos. Claro que nadie olvidaría jamás qué significaban palabras como croquis, cromático, cuádruple o derrotero, ni a qué nombre se vincula el adjetivo colombino. Aprendimos esas cosas gracias a él, aunque sirvan años después para recordarlas con sorna, cuando llega la hora de recuperar, entre camaradas, las viejas historias del colegio.

Nos despedimos cortésmente y yo ya me alejaba cuando volví a oír a mis espaldas su vozarrón ("¡Ugarte, eh, Ugarte!"), que no había perdido un ápice de energía en tantos años. Me di la vuelta. Un dedo índice me apuntaba, en la distancia, como si fuera a regañarme: "Ugarte, todas las noches rezo por ti, ¿me oyes? Todas las noches rezo por ti, rezo por todos vosotros".

Lo sé, Otazua, lo sé.

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