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Reportaje:LA REBELIÓN DE LOS JÓVENES

El faraón se queda en momia

Mubarak nunca ha sido amado por su pueblo. Sin el carisma de Nasser o el populismo de Sadat, no ha ofrecido ni pan ni libertad a la mayoría de los habitantes del valle del Nilo

La Momia deambula por el escenario negándose a cantar el aria del destierro de Aída: "Oh patria mia, mai più ti rivedrò". Anhela ser enterrada en el valle del Nilo. Podría encontrar descanso en la cercana Arabia, la tierra de La Meca y Medina, pero no, en esta hora suprema proclama que se siente más egipcia que musulmana.

Sus soldados miran a la Momia con extrañeza: no se ha dado cuenta de que ya terminó su vida como faraón y solo es un cadáver embalsamado. Quiere seguir gobernando hasta septiembre. Pero ¿quién de ellos se atreve a proponerle celebrar ya el entierro, sellar el ataúd y devolver así la paz al país de las pirámides?

Y es que el pueblo no quiere a la Momia, para el manso y paciente pueblo de las riberas del gran río ha llegado el momento de la ira y el valor. Lleva días exigiendo que se vaya, que deje de comportarse como si aún fuera el faraón.

Están el faraón, la momia, los soldados, el pueblo, los sacerdotes y El Baradei en el papel del sabio valiente
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Así están las cosas este viernes 4 de febrero de 2011, en que el pueblo vuelve a salir a la calle con la esperanza de que haya llegado el día de la despedida.

Tres niveles cohabitan en la revolución egipcia. La tecnología y las redes sociales son del siglo XXI. Las ideas -libertad, justicia y dignidad-, las del Siglo de las Luces. El escenario del drama, faraónico.

Lo dice Maureen Dowd en The New York Times: "El Egipto de Cleopatra era moderno en los tiempos antiguos y el de Mubarak es antiguo en los tiempos modernos".

Escribe uno tres niveles y ya le viene a la cabeza otro: el demográfico. La Momia, esto es, el rais o presidente Hosni Mubarak, nació hace más de 80 años. Su pueblo tiene una media de edad de 24 años.

Del muerto -políticamente hablando, ustedes ya me han entendido- que aún camina en la mañana del viernes, Enric González escribió el miércoles en este periódico: "Mubarak se veía degradado desde la condición de enemigo del pueblo a la de simple estorbo, quizá lo más humillante para un dictador que fue todopoderoso durante tres décadas". Era un agudo comentario sobre el hecho de que, tras un martes en el que cientos de miles de cairotas se habían concentrado en la plaza de Tahrir para exigir su dimisión, Mubarak, en un teatral discurso televisado, había declarado, con rostro petrificado, que pensaba quedarse hasta septiembre, que ni se le pasaba por la cabeza morir y ser enterrado en otro lugar que no fuera Egipto.

En la noche de ese martes, Obama, en otra comparecencia televisiva, se había quedado a pocos milímetros de exigir la salida de Mubarak. Lo que dijo, no obstante, fue rotundo: la lucha por la libertad de los egipcios es admirable, Estados Unidos cree que los derechos sobre los que se fundó como país son de aplicación universal y la transición a la democracia en el valle del Nilo tiene que comenzar "ahora".

El portavoz de la Casa Blanca precisaría al día siguiente que "ahora" quiere decir "ahora, no en septiembre". Tan rápidos y tan arrojados como siempre, cinco europeos -Merkel, Zapatero, Cameron, Sarkozy y Berlusconi- copiaron el jueves el fondo y la forma del mensaje de Obama.

Pero Mubarak seguía negándose a entonar el Oh patria mía. Ni en la Alemania de las buenas clínicas oncológicas ni en la musulmana Arabia. ¿Lo haría este viernes? Según The New York Times, la Casa Blanca negociaba su salida inmediata y su sustitución por su vicepresidente y un gobierno de coalición con elementos del régimen y la oposición. ¿Cuánto tiempo más podía aguantar?

Sin el carisma de Nasser, que hacía vibrar a millones de árabes desde el Atlántico hasta el Golfo, ni el populismo de un Sadat que se vestía con disdacha y hablaba como un alcalde de pueblo, Mubarak nunca ha sido un gobernante amado por su pueblo. De él se contaba en los cafetines cairotas el mismo chiste que circuló en su tiempo sobre Franco: estando el rais en su lecho de muerte, sus consejeros le dicen: "Excelencia, aquí está el pueblo, ha venido a despedirse", y él responde impertérrito: "¿Es que el pueblo se va a alguna parte?".

Sobre el hecho de que, hasta ahora y en la persona del superespía Omar Suleiman, nunca hubiera nombrado un vicepresidente, los habitualmente bienhumorados egipcios decían: "Normal, es que todavía no ha encontrado a nadie más burro que él".

También se contaba que gastaba la mitad de la ayuda norteamericana en armamento y la otra mitad en tinte para el cabello. Cuando en 2003 le entrevisté en El Cairo para EL PAÍS, me llamó la atención que lo tuviera negrísimo como el betún.

Nacido en 1928, en una aldea humilde, hijo de un modesto funcionario, Mubarak se incorporó muy joven al ejército, la única vía de ascenso social en el Egipto de su época. Era general de aviación y vicepresidente cuando, en octubre de 1981, militares yihadistas opuestos a la paz con Israel asesinaron a Sadat, su jefe. Ocho días después, se convirtió en el nuevo rais.

Mubarak ha liberalizado la economía más o menos socialista que heredó, pero jamás en provecho de las clases populares y medias, sino en el de una minoría de empresarios y tecnócratas encarnada por su hijo Gamal, al que soñaba con dejar el trono del faraón hasta que estalló la revolución. Bajo su presidencia se han ido deteriorando precarios servicios públicos como la sanidad y la educación y, so pretexto de aplastar a los islamistas, siempre ha regido el estado de excepción. En política exterior, el Egipto de Mubarak ha sido un leal gendarme de Israel y ha dejado de ser el faro político, ideológico y cultural del mundo árabe.

Su único mensaje era: "Soy yo o son los barbudos". Le funcionaba. Norteamericanos, europeos e israelíes hicieron durante tres décadas la vista gorda a las torturas en Egipto con tal de que sirvieran para reprimir a los Hermanos Musulmanes. El viernes, Mubarak aún soñaba con que el truco le funcionara y le permitiera seguir caminando muerto un tiempo. Desde luego, el Israel oficial se acababa de retratar prefiriéndole a él antes que a la democracia.

Y es que al fondo del escenario de este drama faraónico se agolpan las sombras de los sacerdotes. Y muchos espectadores solo las ven a ellas. Cual terrible pesadilla.

Sobre esto escribía esta semana Robert Fisk desde El Cairo: "Mi móvil no dejaba de vibrar y siempre era la misma historia. Presentadores y redacciones querían saber si los Hermanos Musulmanes estaban detrás de esta demostración épica. ¿Tomarían Egipto los Hermanos Musulmanes? Les dije la verdad: eso son chorradas".

Fisk sabe de lo que habla. Ni en Túnez ni en Egipto los islamistas han sido los motores de las protestas juveniles democráticas. Ni tampoco está escrito en las estrellas que los Hermanos Musulmanes ganen fatalmente unas elecciones democráticas en el valle del Nilo. Y aun si las ganaran, ¿quién ha dicho que serían como los ayatolás iraníes? Es posible, por el contrario, que partidos confesionales democráticos semejantes a los democristianos europeos tengan un protagonismo en la marcha hacia la libertad del mundo árabe. Su modelo sería el AKP turco.

Sí, la Momia aún tenía esbirros esta semana. A pie, a caballo o en camello, los mandó el jueves a sembrar la muerte a El Tahrir y el miedo urbi et orbi. Lo había advertido Al Aswany, el autor de El edificio Yacubian: "Los últimos días de una dictadura son muy peligrosos. Los dictadores no piensan como nosotros: creen que son héroes nacionales y que el pueblo por el que tanto hicieron les ha traicionado".

En este drama, un premio Nobel de la Paz, El Baradei, interpreta el papel del sabio valiente. Lo suyo sería ayudarle a él y a los demócratas egipcios a escribir un final feliz.

Partidarios de Mubarak se enfrentan a los manifestantes cerca de la plaza Tahrir en El Cairo.
Partidarios de Mubarak se enfrentan a los manifestantes cerca de la plaza Tahrir en El Cairo.REUTERS

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