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Columna
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La rebelión de las masas

Fernando Vallespín

Las numerosas manifestaciones que hemos visto estos días en algunos países árabes recuerdan en parte a aquellas que provocaron la caída de los regímenes de socialismo de Estado. Son situaciones muy distintas, tanto histórica como sociológicamente, pero tienen un aire de familia indudable. Sobre todo en lo que hace a la rebelión de la sociedad civil frente a regímenes caducos, y al impulso por hacer realidad una demanda de libertad hasta entonces latente. Una vez puesta en pie la revuelta ya no hubo, ni hay, forma de evitar un cambio de sistema político.

Todo lo demás es, sin embargo, novedoso, propio del contexto geográfico y temporal donde hacen acto de presencia. Primero, porque no sabemos con exactitud cuál es la posición de las diferentes corrientes islámicas que la apoyan respecto al nuevo orden que se desea alcanzar. No podemos olvidar que el islamismo político fue soterrado o directamente prohibido en los países que hoy son el centro de la revuelta. Con casi total seguridad estos grupos no desean alcanzar algo parecido a nuestras democracias liberales, y de ahí el temor a una salida similar a la que en su día se produjo en Irán. Y, en segundo lugar, falta por ver hasta qué punto influye en esta rebelión el factor de retraso económico de la región, una de las más claramente perdedoras del proceso de globalización de la economía. ¿Es la economía o la política lo que mueve a las masas? ¿Qué parte de estos movimientos de revuelta obedecen a un impulso por la democratización y qué parte responde simplemente a una necesidad sentida por salir de la situación de miseria en la que se encuentran importantes sectores de sus poblaciones? No perdamos de vista que allí donde sí hay un buen ritmo de crecimiento económico, como en muchos lugares de Asia, la presión por acceder a la democratización es considerablemente menor, o prácticamente inexistente.

Mientras se levantan para lograr lo que no tienen, nosotros lo hacemos para no perder lo conseguido
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Autoritarismo, corrupción, estancamiento económico y presión demográfica seguramente se combinen como causas que dotan a esta nueva rebelión árabe de un perfil propio, pero también el factor islamista, siempre difícil de ponderar en su repercusión política. Y, en otro orden de cosas, y como en todas partes, el inevitable protagonismo de Internet y otros nuevos medios de comunicación, que sirven para coordinar e impulsar el movimiento, e impiden también la manipulación de la información desde el poder.

Una de las cuestiones más interesantes, sin embargo, es la percepción que se tiene desde Occidente -desde Europa en particular-, de cuanto está pasando. Domina la interpretación en clave política, que ve en estos movimientos la vanguardia de un renacer democrático. Por eso no se entiende el contraste entre esta apreciación y el cauto silencio de nuestros representantes. Esto es bien expresivo del estado de ánimo que nos embarga, el cierre sobre nosotros mismos y el escepticismo ante todo lo que viene de fuera y huela a "cambio". Lo más interesante, sin embargo, es la gran diferencia entre los movimientos de masas a los que estamos asistiendo en la región del sur y este del Mediterráneo y el papel que en Europa tienen las nuevas protestas en la calle. Mientras allí se levantan para alcanzar lo que no tienen -libertad y un mayor desarrollo económico-, nosotros lo hacemos para no perder lo ya conseguido. Por primera vez en nuestra historia, las manifestaciones tuteladas por los sindicatos, partidos u otros movimientos sociales no aspiran a conseguir nuevos fines, sino a mantener los avances sociales logrados. Son protestas defensivas del statu quo; no, como venía siendo habitual en nuestra historia, reclamaciones para alcanzar mejoras. La idea de progreso se ha desvanecido y predomina la afirmación y preservación de lo existente como lo único posible. El mejor resumen de este estado de ánimo es el cartel que blandía una niña de un liceo francés en las últimas manifestaciones de París: "¡Queremos vivir como nuestros padres!" ¿Alguien se imagina a la generación del baby boom diciendo algo similar?

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Bien visto, es como si en nuestro continente hubiéramos accedido ya, en efecto, al "fin de la historia", como si hubiéramos alcanzado el mejor de los mundos posibles y la función de la política no consistiera en otra cosa más que en su defensa numantina. Nada de asumir riesgos.

Lo malo es que, por consideraciones estratégicas, ya casi hasta parecemos temer que otros no se den por satisfechos con lo que tienen y reivindiquen algo en lo que siempre hemos creído. Que lo que deseamos para nosotros, que todo siga igual, no impida el firme apoyo a quienes quieren y necesitan un mundo mejor.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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