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Reportaje:

Una limosna por la lección

Los voluntarios que ayudan en El Gallinero buscan "becas" para compensar a los alumnos que renuncian a mendigar y aprenden a leer en el poblado

Pilar Álvarez

La mujer descorre la cortina y se afana con el trapo. Quiere sacar brillo a su ventana. Aunque el cristal reluzca, el entorno no acompaña. La ventana está rodeada de plásticos, los plásticos de una chabola enclenque, rodeada de basura, de montañas de peladuras de cable de cobre, de barro, hedor y humo. Pero limpiar el cristal es su pequeño gesto de dignidad en un lugar que no debería existir: el poblado chabolista de El Gallinero. En este sitio con condiciones de vida indignas proliferan los gestos pequeños que pueden cambiar una vida. Ioana, de 50 años algo avejentados, aspira a darle un vuelco a la suya: "Quiero aprender a leer para entender Biblia", dice obviando el artículo. Lleva toda la tarde trazando vocales en un cuaderno nuevo.

"Quiero aprender a leer para entender Biblia", dice Ioana obviando el artículo
La clase es un aula prefabricada, con 10 pasos de largo por tres de ancho
Lucía tiene 45 años, 4 hijos, 15 nietos y tiempo para ir a clase
El plan es dar 40 euros semanales a cada alumno si asiste todos los días

Ioana se sienta en el centro de la fila de mesas. Hay cinco pupitres pintarrajeados y una tabla sobre dos borriquetas en un aula prefabricada que no debe medir más de 30 metros cuadrados -10 pasos de largo por tres de ancho-. "Os esperamos", se lee en la puerta junto a un corazón y otro mensaje: "Apoyo escolar". Hay varias columnas de sillas apiladas, una pizarra con las vocales pintadas, un pequeño calefactor que caldea de sobra el habitáculo y un fichero aún vacío. El contenedor, blanco y rojo, es desde hace una semana la primera escuela de adultos de El Gallinero, el vertedero en el que malvive un centenar de familias de rumanos a 17 kilómetros de la Puerta del Sol.

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Todos los días laborables, excepto el jueves, la maestra acude al poblado. La rumana Florentina Samoila llega en el autobús urbano y abre el aula para enseñar a leer y a escribir de cuatro a siete de la tarde. "No es que me sobre el tiempo, pero hay que echar una mano", explica esta mujer entusiasta. Llegó a España hace una década para buscarse la vida. Reparte su tiempo entre la familia, el supermercado en el que trabaja, las clases de religión y su nueva tarea: alfabetizar a las mujeres y los hombres de El Gallinero. "Lo lograrán, estoy segura", afirma fijando sus ojillos azules. Visitó por primera vez el poblado al empezar las clases. "Me quedé desolada. Pensé: '¿Cómo pueden vivir así?". Pero Florentina se adapta rápido. Cuenta el día que le pasó una rata de las que proliferan entre las montañas de escombros por encima de los pies. "Me quedé calladita y seguí andando. Si ellos las soportan, yo también", asegura la maestra.

El viernes dio clase a ocho alumnos. De derecha a izquierda, tres generaciones de la familia de Ioana. Ella es la abuela y se sienta junto a sus dos hijos y un nieto de tres años al que no había con quien dejar. La alumna veterana es la favorita de la maestra porque es la que primero llega y la que más se esfuerza. "Esta mujer me da fuerzas, es mi orgullo", repite una y otra vez. Al otro lado, Florín Calin (25) se queja porque le duelen las manos de tanto apretar el lápiz. Lucía, una señora muy perfeccionista, borra más de lo que escribe. "No queda bien, no queda bien", murmura. Y hace desaparecer la a. Narcisa, de 27 años, quiere aprender a leer "de todo, de todo". ¿Para qué? "Para que sé dónde voy y dónde vengo". Se ríe. Enfrente, Alondra y Casandra, de 11 años, cantan y hablan de novios. Casandra hace palotes y une puntos. Alondra escribe poemas. Hay niveles y edades muy dispares en la nueva escuela.

"No han venido tantos como el miércoles, no es un buen día", valora Florentina, que va de un pupitre a otro para poner tarea y sacar punta a los lápices. El viernes por la mañana, horas antes de la clase, ardieron dos chabolas frente al aula prefabricada. Mientras la maestra recibe a sus alumnos, un camión deja un contenedor junto a las cenizas y los escombros aún calientes. Nueve niños y dos matrimonios se han quedado sin techo. "¿Qué hacemos ahora, Paco, qué hacemos?", pregunta una de las madres a Paco Pascual, voluntario de la parroquia de Santo Domingo de la Calzada. "Tranquila, traeremos madera para construir otra", responde él. Paco, con sombrero calado y barba blanca, llega cargado de papeles. Le reciben como a un rey mago. "Paco, necesito ropa", "Paco, necesito trabajo", "Paco, ¿cuándo nos llevas a la playa?"... El voluntario, profesor jubilado, zanja la conversación con su nueva tarea: "Ahora soy el responsable de educación, así que solo quiero que me pidáis lápices y cuadernos, nada más". Y se mete en el aula.

Los voluntarios de la parroquia montaron la escuela de adultos sin respaldo de las Administraciones, como casi todo lo que se organiza en El Gallinero. La ONG Mensajeros por la Paz paga el sueldo de la maestra. Paco Pascual quiere conseguir también una compensación económica para los estudiantes. "Para incentivar su asistencia se nos ocurre ofrecerles el dinero que recaudarían pidiendo y que ahora dedicarán a la alfabetización", explica en una carta dirigida el 16 de enero a la delegada del Gobierno, Amparo Valcarce. Las mujeres son las que más se quejan de las limosnas que pierden por asistir a clase. Pascual calcula que necesitarán 16.000 euros para dar un sueldo semanal de 40 euros a cada alumno durante cinco meses. Detalla en su carta que la paga se entregaría por semana y solo tras la asistencia a todas las clases, "excepto casos de fuerza mayor justificada". También valdría un pago en especie, explica en el aula.

"Quiero una de esas, Paco. No veo". Lucía señala sus gafas. La mujer fuerza los ojos para escribir las letras. Tiene 45 años, cuatro hijos, 15 nietos y tiempo para dedicarlo a las clases. También quiere poder leer las Sagradas Escrituras. "Poco a poco escribo, en seis meses consigo algo", se anima a sí misma. Alguien golpea la puerta desde fuera por enésima vez. Los niños no dejan de chinchar. En la calle hace mucho frío y llueve. Y quieren jugar. Pero en esta escuela, como en todas, hay reglas. Están escritas en rumano y castellano en un folio que invita a los mayores a apuntarse al curso de alfabetización. El escrito alude al respeto y pide a los padres que enseñen a sus hijos a no jugar cerca de la escuela y a no tirar piedras. "Si los niños siguen molestando en la escuela, no habrá banco de alimentos los jueves", amenaza. Y concluye: "Nu cere, invata. No pidas, aprende".

Ioana, la alumna más veterana de la clase, en el aula de adultos de El Gallinero.
Ioana, la alumna más veterana de la clase, en el aula de adultos de El Gallinero.CLAUDIO ÁLVAREZ

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Sobre la firma

Pilar Álvarez
Es jefa de Última Hora de EL PAÍS. Ha sido la primera corresponsal de género del periódico. Está especializada en temas sociales y ha desarrollado la mayor parte de su carrera en este diario. Antes trabajó en Efe, Cadena Ser, Onda Cero y el diario La Opinión. Licenciada en Periodismo por la Universidad de Sevilla y Máster de periodismo de EL PAÍS.

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