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Columna
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'Decline and fall'

El lunes de esta semana que termina medio país se arrastraba pesaroso hacia su puesto de trabajo. Cada una de esas sombras meditaba sobre los íntimos pesares de la vida, el melancólico paso del tiempo, el dispendio existencial que suponen las tareas laborales. La paradoja es que los países desarrollados, los países donde infinidad de bienes y servicios ya no se consideran fruto del esfuerzo sino la consecuencia necesaria de determinadas declaraciones de derechos, los países, en definitiva, donde se vive más y mejor, son precisamente aquellos en que la experiencia del trabajo suscita mayor amargura. Para entendernos, nos encontramos más lejos de la esclavitud que ninguna otra región del planeta y que ningún otro momento de la historia, pero es entre nosotros donde la percepción subjetiva de malestar es más intensa.

El lunes, el despertador volvió a sonar, con ese latigazo que transmite al cuerpo una violenta sacudida. Después, un instante fugaz de resistencia, pero enseguida la resignación, la aceptación de que la vida consiste en eso, en entregar gran parte de tu tiempo a cambio de un salario. Y sin embargo, a pesar de tanto dolor metafísico, nuestras tareas son livianas. Diciembre se ha convertido en un contraejemplo de la productividad, esa productividad de la que tanto hablan los políticos, quizás sin fundamento. El mes arranca con un largo puente. Luego se encadena una veintena de días festivos y semifestivos, con jornadas laborales más bien anodinas, en las que no puede hacerse gran cosa porque faltan de su puesto muchas otras personas y nos distraen sorteos de lotería, comidas de empresa, mercados populares.

Por eso juzgo pertinente una pregunta naïf. ¿Qué han estado haciendo los chinos durante todo este tiempo? ¿Habrán disfrutado del jolgorio? ¿Habrán hecho gau pasa? Frente a la respuesta obvia, el retórico concepto de innovación (que sólo busca proscribir el más incómodo y real concepto de competitividad) no va a salvarnos. Es demasiada la distancia mental que nos separa de las activas, dinámicas hasta la furia, economía emergentes. Y no es consuelo que quienes van a padecer las consecuencias de ese avance no seremos nosotros, sino nuestros hijos.

Hay un hermoso y turbador poema de W.H. Auden en que se dibuja, con impresiones visuales, la caída del imperio romano: los agentes del fisco son cada vez más voraces, los literatos sueñan con amigos imaginarios, un funcionario escribe sobre el papel oficial "no me gusta mi trabajo", los marinos se amotinan por la comida y la paga. Todo comunica una sorda, inexplicable pero irremisible sensación de decadencia. Y el poema termina en los nevados bosques del norte, donde vastas manadas de renos se ponen en camino hacia el sur, silenciosa y vertiginosamente, dispuestas a allanar, casi por misericordia, los restos de una civilización que ya se extingue.

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