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Columna
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¡Viva Caín!

Entre los errores que he cometido y que estoy dispuesto a confesar, aunque no a enmendar, está el de haber suscrito -"como si fueras alguien", como me comentó cariñosamente un amigo- el informe del IGEA sobre el idioma gallego. Como los icebergs y casi todo lo que lo importante en esta sociedad hegemonizada por el simulacro y encauzada por las agendas informativas dictadas por los gabinetes de prensa, el debate generado por esa propuesta sobre el futuro de nuestro idioma se desarrolla bajo la superficie, en el proceloso océano que es internet. Y allí, bajo el agua, como en el waterpolo, proliferan las patadas. Como casi toda polémica en esta sociedad etc., su eje central no es tanto su objeto (lo que se discute) sino sobre todo sus sujetos (quienes lo hacen).

El informe del IGEA urge nuevos argumentos y estrategias para el gallego y eso levanta sarpullidos

De hecho y en resumen periodístico -en el sentido más peyorativo de la palabra-, el informe que realizó el experto en sociolingüística y académico in péctore Henrique Monteagudo intentaba reflejar la realidad de que en Galicia el idioma impuesto a los gallegos a lo largo de cinco siglos, el castellano, tiene hoy carta de naturaleza en buena parte de la población. Evidentemente, para que fuese real la teórica libertad de elección de idiomas que nos venden, necesitaríamos otros cinco siglos -o su conversión a la medida actual de presión idiomática- en que la lengua oficial fuese el gallego, en el que las instituciones oficiales, civiles y militares, la Iglesia, los médicos, y hasta las telefonistas (estuvo prohibido utilizar otro idioma que el castellano en las comunicaciones telefónicas) sólo usasen y admitiesen el gallego. Y a partir de ahí, se elige.

Atendiendo al uso del gallego y la actitud hacia él, están (la taxonomía es mía, no de Monteagudo) en primer lugar los convencidos, que lo usan consciente y militantemente, que son una minoría en discreto aumento. Después, los usuarios, que lo hablan, pero lo defienden o no, y lo transmiten o no, y son la parte mayoritaria de los gallegos, pero en acusado descenso. En tercer lugar, los potenciales, usuarios de castellano, bien por elección, pero sobre todo por inmersión familiar. Es el segundo gran grupo social, que no rechaza el gallego, pueden utilizarlo ocasionalmente y no se oponen a que se enseñe o se use oficialmente, sobre todo porque, en parte, son conscientes de no tienen una libertad real de elección. En cuarto lugar, también al alza cuantitativamente, los refractarios, que lo rechazan, o que como mucho estarían dispuestos a admitirlo en los demás, siempre que no les afecte a ellos. Está claro que, descartada una campaña masiva de procreación en el seno del primer grupo, las posibilidades reales de incremento del uso del idioma propio de Galicia pasan por consolidarlo y prestigiarlo en el segundo grupo y por darle argumentos y herramientas al tercer grupo, contrarrestar allí la influencia paulatina de los refractarios.

Por ello, Monteagudo apostaba por lo que denomina "bilingüismo restitutivo". Cuando lo leí, ya me di cuenta de la polémica que generaría, y no porque yo tenga un especial sentido arácnido. Porque primero desde un bando, y después desde el otro se ha presentado como una desafección estratégica, y no como un argumento táctico. Si no se hubiesen aferrado al primer hueso que encontraron en el informe, habrían encontrado lo que, para mí, es la substancia de la propuesta: por una parte, la desfilologización del debate. Los especialistas han tenido un papel fundamental a la hora de situar al gallego donde está, para lo bueno y para lo malo. Han sido responsables de fijar una norma con un grado considerable de aceptación, o de uso, pero también han generalizado un debate abrumadoramente cansino que no debería haber salido de su campo concreto. En las aulas han conseguido un buen nivel de conocimiento del idioma, pero no de su uso. Y tan realidad es que el urbanismo debe ser en gran parte competencia de los Ayuntamientos como que el resultado ha sido generalmente desastroso.

Y lo más importante, el documento del IGEA urge la necesidad de encontrar argumentos y estrategias nuevas, que parece que también levanta sarpullidos. Antonio Gramsci decía que había que ser intransigente en la defensa de los principios, pero tolerante en el debate para fijarlos (y Rosa Luxemburgo, que detrás de cada dogma hay un negocio que cuidar). Los argumentos de la preservación de la identidad y el del necesario cumplimiento de las leyes han dado de sí lo que han dado, y chocan con los posibles contraargumentos de que también hay otra identidad que puede ser reivindicada y sobre todo, como estamos comprobando amargamente, donde antes había unas leyes, ahora puede haber otras. En este sentido, aquellos que se han dedicado a engordar la lista de desafectos con firmantes del informe del IGEA como Luis Tosar, Manuel Rivas, Fermín Bouza, Margarita Ledo o Rafa Cuiña, que no tienen nada que demostrar ni que ganar con ello, deberían preguntarse por qué las estrategias argumentales de los que sostienen que la tierra es plana y el gallego se impone no sólo han tenido éxito en aquellas instancias que podían sacar réditos políticos de ello sino en segmentos de la sociedad gallega a lo que ni les va ni les viene ese botín político. Y pensar que, en definitiva, como aseguró Stephen Covey, si seguimos haciendo lo que estamos haciendo, seguiremos consiguiendo lo que estamos consiguiendo.

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