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Aplausos

Si hay alguna cosa de la que parezca apropiado decir que está fuera de lugar es de los aplausos en el Congreso. Ni siquiera se aplaude a lo que se dice, a su significado -que ya estaría mal-, sino a la pertenencia del que lo dice, siempre que sea de los propios. Hoy parece que los diputados no se dan cuenta, ni imaginan siquiera, el efecto de ridículo, de vergüenza ajena, que suscitan en el televidente especialmente cuando no son más que 30 o 50 centímetros los que separan las manos que aplauden del rostro del aplaudido. Ninguna sonrisa más falsa que la de este cuando ha de expresar gratitud en tan obligado trance. Ahora tengo en los ojos de la mente a don Mariano Rajoy y a doña María Dolores de Cospedal, pero eso no quiere decir que otros dos nombres de idéntico parentesco político, al otro extremo del hemiciclo, no podrían remplazarlos en una situación perfectamente análoga.

La ovación está fuera de lugar en el Congreso y en los cementerios
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La idea de que esos aplausos tan fuera de lugar se suprimiesen -ya sea por votación de los propios diputados, ya por reforma normativa del Tribunal Constitucional, si es que ello es verosímil- sería, a mi entender, muy saludable, y además estético, pero virtualmente imposible de poner en práctica. No ya por resistencia de una minoría que hubiese votado en contra, pues no tengo noticia de que los discordes con la normativa establecida suelan dejar de cumplir, aun a su pesar, lo ratificado por la mayoría.

El fundamento de mi desazón es bien distinto y bastante más grave. Es la naturaleza de automatismo, de reflejo mecánico, que ha llegado a adquirir en nuestros días el aplauso. En las televisiones se está aplaudiendo constantemente a todo, en todo el día no se hace otra cosa que aplaudir, no se hace cosa de provecho en todo el día. En los entierros el aplauso se ha hecho tan convencional que se mira como una descortesía el no aplaudir. Todavía disuena en los oídos de los mayores, acostumbrados al silencio entre los muertos, pero tal vez no sea ya más que otra convención para los jóvenes, aunque para nosotros tiene la estridente inoportunidad de ser una forma de expresión que comparte con ceremonias y ocasiones alegres y festivas.

El automatismo del aplauso en el Congreso lo pone aún más fuera de lugar, lo hace aún más gratuito y más indigno. Lo malo está en que cuanto mayor sea el automatismo, la índole refleja de una cosa, tanto más fuerte se hará frente a cualquier voluntad de suprimirla. En fin, que lo que hace más impropio y despreciable el aplauso en el Congreso viene a ser precisamente lo mismo que lo hace más imposible de erradicar. ¡Todo un paradigma de la cultura actual!

Rafael Sánchez-Ferlosio es escritor.

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