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OPINIÓN
Columna
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Volver a empezar

Aunque las encuestas preelectorales sean solo un fotograma de las intenciones de voto y de participación ciudadana en el momento de su realización, y no un anticipo profético del desenlace de la película, el generalizado acuerdo entre los institutos de opinión respecto a las tendencias dibujadas durante las últimas semanas por los trabajos de campo reducen el margen de la duda sobre las grandes líneas de los resultados de la convocatoria de hoy, aunque mantengan vivas las interrogantes referidas a la bolsa de indecisos y a la abstención. Las incertidumbres -siempre difíciles de despejar- acerca de la participación obligan a los encuestadores a ensanchar la horquilla de los votos y de los escaños atribuibles a cada partido o coalición. El decepcionante desarrollo de la campaña y la prohibición por la Junta Electoral del debate televisivo entre los candidatos de CiU y del PSC tampoco contribuirán a movilizar a los votantes.

La principal incógnita de la jornada electoral catalana de hoy es el grado de participación ciudadana en las urnas

El futuro parlamentario de los grupos minoritarios o que debutan en la confrontación electoral depende de su capacidad para superar el corte establecido por la ley electoral: un 3% del total de los sufragios emitidos. La conquista de ese modesto objetivo sería favorecida por una elevada abstención, que daría mayor peso relativo a sus votos identitarios o ideológicos. Por el contrario, una gran participación beneficiaría a los socialistas, para quienes las autonómicas deparan peores resultados que las legislativas (el llamado voto dual) a consecuencia del mayor castigo infligido por la abstención a su base electoral en comparación con los partidos nacionalistas.

La descontada victoria de CiU no constituiría una novedad histórica: ha ganado por mayoría absoluta o relativa todas las elecciones autonómicas celebradas desde 1980, aunque la suma de los parlamentarios de la alianza PSC-ERC-ICV le desplazara del gobierno de la Generalidad en 2003 y 2006. La principal incógnita de su regreso al poder tras esas breves vacaciones en el desierto versa sobre el tipo de mandato que le entregarán los votantes. De no conseguir los 68 escaños -sobre un total de 135- de la mayoría absoluta, solo la cercanía a ese tope le permitiría a Artur Mas gobernar en solitario mediante acuerdos puntuales de geometría variable con otros grupos; el pacto de legislatura o el ejecutivo de coalición sería la salida para un resultado menos brillante.

Los siete años de tripartito, presidido primero por Pasqual Maragall y después por José Montilla, han terminado con las esperanzas de una alternativa duradera a la hegemonía de Pujol albergadas durante 23 años. La crisis económica, la frustración creada por la sentencia del Constitucional sobre el nuevo Estatuto de 2006 y el hastío de las sordas peleas y mezquinos desentendimientos entre unos socios de gobierno incapaces de entender la lógica de una coalición explican el final desastroso de una experiencia que ni sus protagonistas quieren repetir.

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