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CON GUANTES
Columna
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Nombres propios

Me entretengo mirando a los demás como si la vida no fuese conmigo, y así, en lugar de indignarme, me distraigo. Me ayuda a pasar las horas el ruido de los sables morales, tan brillantes fuera de sus vainas como tímidos entre sus propios secretos. Vivimos apabullados por la estupidez y su consiguiente indignación, pero a poco que uno se aleje un par de pasos de la carretera principal disminuye considerablemente el riesgo de atropello. La vida desde el margen del camino, como bien sabía Walser, invita a la compasión, a la simpatía, al buen humor.

"Antes tenía un blog, ahora he vuelto a ladrar", le decía un perro a otro en un chiste que vi el otro día en la revista New Yorker. Salimos a un escándalo por semana, y es tan distraído… Arde la red, se dice ahora para medir con exactitud la densidad del humo que nos aparta de lo remotamente importante. Pues déjala que arda, podría añadirse con un poco de sentido común. Seguirá nevando, como presagiaba Joyce, sobre todos los vivos y todos los muertos.

Lo que somos y el nombre que nos ponen encajan con precisión endiablada"

La moral sigue confundiendo su labor (el huerto de lo propio) y se eleva petulante para regir, condicionar, condenar lo ajeno. Se alza la voz mucho y tanto y para nada. Pero resulta entretenido y hasta práctico; la revuelta agota las fuerzas de la revolución, y así, de tanto preocuparnos por naderías, nos vamos despreocupando. Sans-culottes de pacotilla agitan las banderas limpias de la nada, la pescadilla se chupa lo que le queda de cola, y santas pascuas. No hay peligro, la música celestial de lo evidente oculta el sonido de la pala con la que se cava con cautela y paciencia la tumba de lo esencial.

Y bien está que así sea, los ladridos cubren los ladridos hasta la muerte segura de todos y cada uno de los perros.

Mi padre me viene comentando desde hace tiempo que mis artículos son muy serios, que es como decir que son muy pesados, que es como decir que son muy malos. ¡No le falta razón al hombre! Hay que tomarse las cosas, todas las cosas, con más humor, o no tomárselas, que también es buena manera de no engordar al cerdo antes de tiempo. Tragamos aire y tragamos humo y, para qué negarlo, nos lo tragamos todo. Un poquito de abstinencia no nos iría mal. Una dieta disociada que no mezcle la tontería de la jornada con el escándalo de la semana con el apocalipsis del mes con el partido del siglo nos podría sentar la mar de bien.

A cuento de qué ponerse tan serios. Si se separan las desgracias adecuadamente, se verá que una sola adelgaza y que todas juntas concentran la grasa y estimulan el nacimiento de esa insidiosa piel de naranja mental que puede acabar demasiado pronto con nuestra autoestima, de la que, por otro lado, depende nuestra no siempre tan alegre vida sexual.

De igual manera convendría separar nuestras certezas, pues me da la sensación de que una acumulación excesiva de razones y convencimientos profundos te lleva directamente a un coloquio de Intereconomía, como encendido tertuliano, o peor aún, a disponer de un programa propio (en ese mismo canal o en cualquier otro) en el que derramar sin freno intachables homilías.

Ahora que por fin hemos encontrado la enésima razón última de nuestras desgracias (nuestros apellidos no estaban, al parecer, bien ordenados) no hay de qué preocuparse. En cuanto encontremos un nombre que nos represente plenamente ya estaremos más que listos para lo que venga.

Lo difícil es encontrar ese nombre, que no depende tanto del bautismo o el registro civil como de lo que se haga luego en el breve tránsito por este valle de sonrisas y lágrimas. Ese nombre propio que buscaba Robert Walser en sus paseos alrededor del manicomio de Herisau.

Ese nombre que explica lo que somos y desestima la impostura de aquello que nos llaman.

Claro está que, a veces, lo que somos y el nombre que nos ponen encajan con una precisión endiablada. Sin ir más lejos, me resulta difícil imaginar cuál puede ser el segundo apellido de mi admirado Bob Esponja.

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