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Columna
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Perros

Vagabundeando entre libros, que es la forma más deliciosa de la pereza, di con la Historia de los animales de Eliano y supe (libro I, sección 8) de la suerte de Nicias, que durante una cacería se apartó de sus compañeros de armas y fue a dar inadvertidamente en un horno de carbón; sólo su perro supo que el desgraciado había caído en el hoyo excavado en la tierra, de modo que se afanó en ladrar y arañar y morder la túnica de los circunstantes hasta que se halló el cadáver asado. Los rasgos humanos atribuidos a perros no escasean en la curiosa obra de Eliano, que es, como si dijéramos, una especie de tratado de moral zoológica: se nos habla de uno que se enamoró de la citarista Glauce, y de otro que perseguía, ciego de pasión, a un tal Jenofonte de Solos, en Cilicia. Sobre la nobleza y el donaire del perro se extiende largo y tendido Plinio el Viejo (Historia natural, VIII, 61): por él nos enteramos de que en lealtad no hay criatura que le aventaje, como bien dan muestra diversas anécdotas ilustres. Tras la muerte de Jasón de Licia, su perro se negó a comer y sucumbió al hambre; Hircano, el perro del rey Lisímaco, se arrojó a las llamas sobre la pira funeraria de su amo. Los telediarios abundan sobre estos ejemplos clásicos. De vez en cuando sabemos de alguna mascota que aguarda mojada por la lluvia a que la persona con la que convive se reponga de un infarto en el hospital, o del galgo, el mastín o el chucho que ronda a su compañera destripada en una cuneta, como si le rindiera luto. Los perros están muy cerca de los hombres, y si uno observa fijamente su frente, ahí en el lado cóncavo de la mirada, siempre encontrará a un ser humano en cuclillas. La simbiosis resulta inevitable: dicen que el perro siempre acaba por parecerse a su amo, lo cual significa que se hace un poco persona. Lo que se dice menos, aunque no resulta menos cierto, es lo inverso: que el amo, también, acaba por volverse animal.

Acabamos de saber que un vecino de cierto pueblo de Córdoba ha muerto literalmente devorado por dos perros de una raza bélica, y que el hijo de la víctima, que acudió a remediar las dentelladas, tampoco salió bien parado. La carnicería se suma al hecho de que apenas un día atrás, una niña de corta edad era asaltada en Cádiz por otro perro que le arrancó medio rostro. Cuando este tipo de cosas suceden, que es más de lo que a uno le parecería deseable, ciertas gentes comienzan a dudar de los animales y miran de reojo al tranquilo mamífero que sestea junto al radiador. Voces se elevan barruntando que es una temeridad criar a los niños con el perro o tener en casa a esos juguetes de peluche articulados que un buen día, por un fortuito trastorno en las hormonas, pueden convertirse en monstruos. Pero por desgracia, el pobre perro no es dueño de sus actos y sólo acaba reproduciendo lo que le han enseñado: responde a la caricia con el lametón, al grito con un ladrido, al palo con los colmillos. Ignoro los pormenores que subyacen tanto al asunto de Carcabuey como al de Barbate, pero no me extrañaría enterarme de que en ambos casos, por detrás de la tragedia, la sangre y los puntos de sutura hubiera una bestia mucho peor y más bípeda que el doberman que muerde porque le han convencido de que lo haga. Un animal es inocente de los actos que realiza, como sabe cualquier estudiante de ética o biología: el instinto y la doma ocupan en su conducta el lugar que en los humanos suele (pero sólo suele) ocupar la responsabilidad moral. Por tanto, culparles de asesinato o de tentativa significa lo mismo que procesar a la bomba atómica por genocidio o concluir, por reducción al absurdo, que la ametralladora es la mayor criminal de la historia del mundo. Pero no, la culpa siempre está en el dedo que aprieta o, peor, en la mano entera que ase el dogal.

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