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Columna
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Los dos entierros de Berlanga

Vicente Molina Foix

La muerte de Luis García Berlanga llegó a Estoril de inmediato, como llegan ahora las noticias buenas y malas. Estábamos en un festival de cine, y era lo más natural saberlo y sentirlo; todos los allí presentes con los que pude hablar admiraban su cine. Y entonces alguien que también conocía la biografía del cineasta me preguntó: ¿lo van a enterrar en Madrid o en Valencia? Su entierro en Valencia habría sido sin duda más multitudinario y oficial que el de Pozuelo de Alarcón, y tendría un sentido, digámoslo así, genético. Pero la decisión ha sido familiar o sentimental: sus restos descansan al lado de los de su hijo Carlos, cuya temprana muerte fue para él devastadora y, desde mi punto de vista, reveladora: el padre entendió más al hijo músico y artista irreverente a su propio modo, tan distinto al suyo, y quiso conocerlo mejor, recuperarlo en la pérdida.

La filmografía del cineasta se cerró con una astracanada lectura del erotismo transgresor

No soy nada amigo de las denominaciones de origen en el campo de las artes, y aun así nunca he podido sustraerme a la impresión de la profunda valencianidad berlanguiana, que en alguna ocasión asocié a una cierta escatología huertana difícil de superar en nosotros, los valencianos, por mucho que se viaje y se pulimente uno. Berlanga, escondido tras su eterno aire de despiste y manera un tanto trompicada de hablar, era, me atrevo a decir, el cineasta español más culto que ha existido. Tenía una gran memoria fílmica, sabía mucho de arte contemporáneo, y lo había leído prácticamente todo, fuera y dentro de la literatura erótica, en la que sus saberes impresionaban: estaba al tanto de cualquier novela dieciochesca de libertinos capciosos y a la vez era un lector constante del erotismo teórico, con un entendimiento muy sagaz de la obra de Georges Bataille.

Ahora que estamos de duelo recuerdo la que para mí (pero no para muchos admiradores suyos) es su última obra maestra cinematográfica, el cortometraje El sueño de la maestra, quinto episodio onírico del guión de ¡Bienvenido, mister Marshall! que la censura prohibió y no fue por tanto rodado en 1952. Filmada 50 años después en un estudio de Madrid, esta breve película es radicalmente valenciana desde sus títulos de crédito, que dicen, sin más, "una falla de Luis G. Berlanga", añadiendo en el siguiente rótulo, para mayor broma: "Plantá en la plaza del Caudillo en 1952, y cremá en 2002". Por cierto que el primer ninot que se ve en El sueño de la maestra es el auténtico general Franco hablando a las masas desde un balcón, aunque con voz falsa (en la brillante imitación de la vocecilla meliflua de Franco que hizo el humorista Luis Figuerola-Ferretti). El caudillo del noticiero se dirige a su pueblo: "¡Españoles! Como caudillo vuestro que soy, os debo una explicación, y esa explicación os la voy a pagar", y el discurso continúa como un disco rayado que emite frases reiteradas y bobaliconas, remedo de la muy similar arenga del alcalde de Villar del Río en ¡Bienvenido, mister Marshall!, hasta llegar a la parte final: "Y es que una vez que nos hemos librado del yugo del Imperio Austro-Húngaro los americanos han venido y se han quedado", introduciendo el texto que Berlanga reescribió en 2002 unos sobrentendidos sexuales característicos de su "falla cinematográfica": "Los Estados Unidos son un gran pueblo, una gran potencia, con un enorme poder de penetración. ¡Arriba los americanos!". Después viene el exaltado sueño erótico y el orgasmo múltiple de la señorita Eloísa, la maestra interpretada por Luisa Martín.

La filmografía de Berlanga se cerró con esta punzante y astracanada lectura del tema bataillano de la experiencia límite en relación con el paralelo emocional de la santidad extrema y el erotismo transgresor. Estigmatizada como Teresa de Jesús y embelesada por una botella de coca-cola, la señorita Eloísa dice haber concebido a través del flujo de esa bebida refrescante, lo que, lógicamente, le produce una conciencia de pecado de la que solo una ejecución purificadora en la hoguera podrá redimirla. Sus propios alumnos la encienden en el aula, y entre llamas falsas y resplandores de teatro la señorita Eloísa se consume o hace que se consume al grito de "¡Gracias, Dios mío, thank you, Eisenhower, Franco, Franco!". Nuevas imágenes de archivo muestran entonces un hongo nuclear y a la antigua maestra de 1952 (la actriz Elvira Quintillá) en su cama, arrebolada.

La hoguera como paradigma del sacrificio carnal de tantas mártires cristianas, la transverberación de santa Teresa como "violento orgasmo venéreo" según lo insinúa Bataille en el capítulo sobre Mística y sensualidad de su obra El erotismo; Berlanga, con su limitación de tiempo (se trata de un filme de menos de 10 minutos) y carácter (insolentemente festivo-fallero), presenta en El sueño de la maestra uno de esos "estados teopáticos" descritos por Bataille, en los que la intensidad de la crisis mística está apoyada por el proceso delirante de autoexcitación sexual. El goce erótico de la muerte violenta y la crueldad ejemplar de los castigos corporales aparecen así como los temas subyacentes de una película que -según confesó en su día el propio director, pienso que socarronamente- pretende de hecho exponer la injusta brutalidad de la pena de muerte.

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