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Columna
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Deriva centrífuga

Hace unos años, cuando los diputados del PP interpusieron un recurso de inconstitucionalidad contra la reforma del Estatuto de Autonomía para Cataluña, publiqué en este mismo espacio un artículo titulado Catalanes somos todos, en el que adelantaba que, aunque el recurso iba dirigido exclusivamente contra la reforma catalana, de prosperar, no sería únicamente el ejercicio del derecho a la autonomía en esa comunidad autónoma el que se vería afectado, sino que se vería afectado el de todas las demás, y de manera muy especial el de Andalucía dada nuestra condición de comunidad autónoma del artículo 151 de la Constitución.

Efectivamente, así ha sido. Por lo pronto, en la propia sentencia el Tribunal Constitucional, en lugar de aceptar la alegación de que se tuvieran por decaídas las impugnaciones de los recurrentes respecto de aquellos preceptos del Estatuto de Autonomía para Cataluña que figuraban con idéntico tenor en el Estatuto de Autonomía para Andalucía y que no habían sido recurridos en este segundo caso, optó por dar por buenas las alegaciones, para posteriormente proyectar, aunque de una manera muy confusa, sus decisiones sobre estos preceptos catalanes a los homólogos andaluces.

Pero no es eso lo más importante. Lo decisivo es que la sentencia ha puesto en marcha una campaña de ataques contra el proceso de descentralización política del Estado que se ha desarrollado a lo largo de más de 30 años con base en la Constitución, que nos está retrotrayendo en este terreno a un ambiente parecido al de los primeros años de la transición, que no pensaba realmente que se fuera a vivir de nuevo. La revisión en negativo que se está haciendo de la trayectoria del ejercicio al derecho a la autonomía contrasta vivamente con la valoración positiva del mismo que se había hecho en las pasadas décadas. En lugar de ser presentada la estructura del Estado como la solución a buena parte de los problemas que había tenido la sociedad española para organizarse democráticamente de forma estable, está empezando a ser presentada como un problema más, que resulta por añadidura difícilmente manejable en una situación de crisis económica tan intensa como la que estamos viviendo.

La revisión en negativo de la trayectoria autonómica está empezando a tener consecuencias visibles y, si no reaccionamos apropiadamente, puede que haya muchas más. La reacción frente a las dudas que puedan ponerse en circulación sobre el ejercicio del derecho a la autonomía como forma de articular la convivencia entre los distintos territorios que integran España, no va a ser otra que la de un sálvese quien pueda, que conducirá a que se pierda de vista que cada comunidad autónoma es parte de un todo y que, para que algo sea bueno para las partes, tiene que serlo también para el todo y a la inversa. No hay ningún Estado políticamente descentralizado que funcione bien en el que no sea así.

En la campaña de las elecciones autonómicas catalanas hemos podido empezar a vislumbrar hacia donde puede llevarnos esa deriva centrífuga. Las palabras de Joan Puigcercós de que en Andalucía no paga impuestos ni Dios son, objetivamente, una estupidez. Y sin embargo, el dirigente de Esquerra Republicana no es estúpido. Ni ignorante. Sabe perfectamente que si en Andalucía no se pagaran impuestos, el Estado español habría quebrado. Sus palabras no son más que expresión de que no quiere saber nada de los demás, que ha cortado amarras. Y Esquerra Republicana ha sido bastante responsable en las votaciones en el Congreso de los Diputados en pasadas legislaturas. Como diría Tony Judt, algo va mal.

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