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Columna
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La sombra de Carlomagno

La fachada de la catedral en la Praza do Obradoiro, vista en televisión por gallegos trashumantes como yo mismo, es como la gran puerta de vuelta a casa y, al fondo, cuando se abre el granítico útero barroco, aparece el centro iluminado del último sentido del laberinto iniciático, con O Roxo vigilando. Si tenemos vista suficiente para atravesar los muros, como es mi caso en los otoños melancólicos y sombríos, podemos ver también la Puerta Santa, otra entrada al mismo centro del laberinto, pero más discreta, casi secreta, como han de ser las cosas cuando guardan alguna clave definitiva.

La misa del Papa Bieito era extramuros del templo, como si O Roxo no acabara de sentirse a gusto con algo de todo aquello y prefiriese colocar al prelado alemán lejos de la sombra de Carlomagno, el peregrino incógnito al que nadie vio pero que aquí estuvo, quizá como anónimo mendigo escrofuloso a las puertas del milagro. Las músicas que llenaban el auditorio eventual de la plaza eran lo suficientemente hermosas como para servir de plegaria al apóstol que dicen que allí reposa en urna de plata. Lo de menos es que esos huesos sean los suyos, que por la magia de las cosas pudieran serlo, sino que siga allí a pesar de todo, al menos en espíritu, y que no salga en su caballo blanco, cuyo color ignoramos en la vieja pregunta de niños y adultos, a cortar cabezas, y no de moros, sino de cristianos, que es lo que aquí abunda y lo que, porcentualmente, estará más presente en las cosas buenas y malas, siendo estas últimas las más visibles en tiempos de crisis.

El Papa Bieito dijo cosas que en ningún país de Europa le hubieran tolerado

No entró con buen pie en el Reino de España el Papa Bieito, que dijo cosas que en ningún país de Europa le hubieran tolerado sin recibir una contestación del mismo nivel. Esas palabras y otras cosas de parecida entidad mermaron fuertemente la movilización de la ciudadanía, siempre deseosa, por devoción o por curiosidad, de estar cerca de los grandes personajes que viven la historia en primer plano. Galicia, sociedad paganizante donde las haya, es, sin embargo, una nacionalidad que da un porcentaje de católicos bastante más alto que la media del Estado o reino. Hay razones largas y complejas para ello. Pero tampoco Galicia se vio conmovida por esta visita.

Hay quien apunta al carácter de Bieito, un intelectual (todo intelectual es sospechoso) vestido de Papa que, además, tiene cara, dicen, de malo. Es verdad que mira un poco de esguello y que tuvo a su cargo la moderna inquisición (los fieles, curas, obispos y teólogos latinoamericanos lo saben bien): no acaba de tener carisma ni de generar simpatía, como hicieron Juan XXIII o Juan Pablo II, dos personas con don de gentes y de diferentes (infinitamente diferentes) mundos de ideas, en el marco ambos del cristianismo católico-romano.

¿Pero es Bieito un intelectual, realmente? De serlo, lo sería de la estirpe de los intelectuales orgánicos, entre los que quizá no podríamos meter a su paisano Carlomagno, Carolus Magnus, un hombre de acción, que vino clandestinamente a Compostela, según se dice, y se fue en la certeza de haber estado en un país fuertemente germanizado en sus costumbres y romanizado en algunas cosas, de raíz celta, y con un sentido sincrético de la religión que llevaba a sus habitantes a cristianizar castros y antiguos lucus o lugares sagrados y a sustituir deidades de forma irregular, todo un poco raro, pues también sus habitantes parecían algo extraños a la mirada de aquel espía centroeuropeo, siempre sospechando estos importantes peregrinos que en el Finisterre o Fisterra se ocultaba algo excepcional. ¿Era aquella aparición de luces y milagros la solución final al misterio del fin de la tierra? ¿Vino también a eso el Papa Bieito? ¿Volverá el Sacro Imperio tras la crisis económica?

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