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Reportaje:

Otro oficio que sucumbe al progreso

El nuevo puente acaba con 160 años de barcazas en el delta del Ebro

Dos enormes pilares de hormigón y un tablero de 250 metros de longitud pusieron fin ayer a una de las profesiones más pintorescas del delta del Ebro: pasar gente y productos de una orilla a otra. El flamante puente sobre el río, que ha costado 19 millones de euros y dos años de trabajo, y fue inaugurado ayer, ha sentenciado los centenarios transbordadores del delta, las barcazas que desde mediados del siglo XIX fueron la única vía de comunicación entre Deltebre (Baix Ebre, 12.000 habitantes, situado a la izquierda del delta) y Sant Jaume d'Enveja (Montsià, 4.000 habitantes, ubicado a la derecha), municipios solo separados por las aguas del río.

Las barcazas quedaron amarradas ayer por primera vez en 160 años. Lentas, caras y desfasadas, ya no sirven. "Ya no volverán a zarpar", se resignaba Martí Llambrich, de 36 años, perteneciente a la cuarta generación de pasadores. Desde que era adolescente manejó la barcaza del paso Garriga, una de las dos que había. El paso Garriga ha ofrecido servicio ininterrumpido desde 1849, fecha de la primera concesión sellada y autorizada por la reina Isabel II, recuerda Llambrich. Hasta ayer.

Suprimir la pesadez de esperar el transbordador barre toda melancolía

"Ahora empieza nuestro siglo XXI, ya sin transbordadores", se felicitó el alcalde de Deltebre, Gervasi Arpa (ERC). "Era una necesidad tan grande que los vecinos están de fiesta", añadió su homólogo de Sant Jaume, Joan Castor Gonell (PSC). Al margen de los alcaldes, encantados por estrenar una infraestructura de tanto calado muy cerca de las elecciones municipales, la nostalgia interfirió en la celebración. Laura Gómez, de 36 años y vecina de Sant Jaume, apenas durmió la noche anterior. "Por los nervios. Quería levantarme temprano y cruzar con la barcaza por última vez. Es lo único que he conocido en la vida", se lamentaba. Tras el último recorrido, una valla cerró el acceso a la barcaza, en la que se puede leer un rótulo antaño impensable: "sin servicio".

Cierta contradicción dominaba ayer los sentimientos de los vecinos, fascinados por liquidar en 20 segundos y gratis una distancia que antes requería 15 minutos y costaba 50 céntimos por persona y 3 euros por vehículo. "Forma parte de la cultura del delta. Y nos la quitan", protestaba Armando de Resol, de 41 años, quejoso porque la Generalitat no previó dejar alguna barcaza para salvar la tradición.

Los profesionales de las barcazasas lo veían también con sentimientos encontrados: cansados de una dedicación de 365 días al año que requería su trabajo y tristes por la pérdida de su oficio. El negocio no le permitió a Llambrich acudir a ninguna boda familiar; a la familia Olmos, que cerró la barcaza cuando empezaron las obras del puente, el trabajo apenas le dejaba tiempo para comidas familiares, y a Josep Arques, de 72 años y último pasador en activo tras el cierre del paso Garriga, el trabajo le ha privado de sacar a su mujer a comer a restaurantes. "Hoy [por ayer] hemos cerrado para salir a comer fuera por primera vez en la vida. La gente dice que parezco viuda", bromeaba la esposa de Arques, Fina Casanova, de 70 años. "Me alegro de que cierre", admitía con una brillante sonrisa. Su marido, ausente, había ido tratar de la venta del negocio con un empresario turístico. No prevé cerrar de inmediato, pero el paso de La Cava que regenta está sentenciado. "La salud de mi marido no le permite aguantar más y nadie seguirá el negocio", ilustraba Casanova. La esposa de Llambrich, Arantxa Curto, también lo celebró con el setimiento dividido: "Podré salir con mi marido alguna noche. "Pero no estoy contenta. Da lástima".

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El discurso general, resumido en el acto inaugural por el presidente de la Generalitat, José Montilla, asume que suprimir la pesadez de esperar la barcaza barre toda melancolía. "Era una pérdida de tiempo y dinero", confirma Tere Miró, de 47 años. "Reconocemos el esfuerzo de los pasadores, pero los nostálgicos son los de fuera. Quizá con los años lo recordaremos con ternura. Ahora, no", aseguraba el alcalde de Deltebre.

La dedicación de los pasadores, en efecto, ha sido absorbente. El transbordador supuso un modo de ganar hasta 700 euros diarios, pero en un régimen casi esclavista. "Si no trabajábamos, la gente no podía pasar. Es una responsabilidad que debería depender de la Administración, pero se aprovecharon de nosotros", protestaba Carlos Olmos, de 37 años.

El trabajo habría sido más llevadero si hubieran fructificado las infinitas negociaciones entre pasadores para fijar turnos que les permitieran librar algún fin de semana o repartirse horarios. "Alguno siempre se pasaba de listo para robarle clientes al otro. Nunca nos fiamos unos de otros", detalló Casanova. Con el puente, el recelo que agobió al gremio acabó. "¡Mira cuántos coches cruzan a la vez!", se sorprendía ayer ante la infraestructura Alba Llambrich, de nueve años y perteneciente a la quinta generación de pasadores si el puente no hubiera truncado el negocio familiar.

A la izquierda, fotografía de una barcaza antes de la mecanización. A la derecha, el flamante puente.
A la izquierda, fotografía de una barcaza antes de la mecanización. A la derecha, el flamante puente.J. LL. S.

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