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RELATO EN NEGRO
Columna
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La voz de terciopelo 'deep blue' de una 'esthéticienne'

Marta Sanz

Por qué tenemos que andar engañándonos…

Paula suspende la frase durante unos segundos. Después la remata como si le hubiese costado un esfuerzo de abstracción:

-… continuamente?

El huevo ha salido por el orificio de la gallina. Mi ex mujer parece el personaje de un telefilme. Una adolescente que pide a su novio sinceridad a ultranza hablando sin cerrar la boca. Una jugadora que busca ser otra mujer -una que pueda casarse por la Iglesia- después de haber cometido tropelías de tahúra. Una madre que amonesta a sus hijos en la cocina de su rancho. Pero Paula no es el personaje de un telefilme y yo no le permito que afloje las cuerdas de su musculatura. No le tolero que se sincere conmigo. Ni que me tenga confianza. Si eso sucediese, no nos divertiríamos y yo dejaría de llamarla por teléfono para contarle mis andanzas detectivescas.

Por culpa de la televisión, las parejas han dejado de vivir con naturalidad sus relaciones. Se espían. Caminan en círculos
Elia Bravo me toca y yo mido lo que el trémulo agente de seguros tiene que perder. Elia engaña, desconcierta, es dos en una

-Paula, querida, vuelve en ti.

La oigo suspirar y, enseguida, sufro un latigazo paulino.

-¿No te he dicho que cada día te oigo más amariconado?

Con su primera respuesta -la fatigada- Paula estaba mostrándome sus aptitudes teatrales. Ahora vuelve a ser el animal eléctrico que no me deja vivir en paz. Porque vivir en paz es morirse. Y yo no me quiero morir.

Por su tono percibo que Paula ha vuelto a fumar. Fuma cuando está aburrida. Mis narraciones evitan que caiga en las garras del cáncer. Este es el pedazo del cuento que yo ya le había contado cuando ella reacciona como una madre que amonesta a sus hijos en la cocina del rancho.

Elia Bravo sale de casa a las nueve. Viste una falda pasada de moda. Del brazo le cuelga un bolso con broche de oro del que cagó el moro que se parece al bulto del que mi abuela sacaba gotitas de limón cuando yo -detective Arturo Zarco en miniatura- no levantaba un palmo del suelo. Paula interrumpe:

-Uno: la comparación basada en tus recuerdos de niño caprichoso solo nos habla de tu egolatría. Dos: la ropa de Elia Bravo, ¿no será vintage? Como eres gay, te interesarán estos asuntos…

Paula me daba vergüenza cuando estábamos casados. No era tanto vergüenza como melancolía. Disconformidad. Me imagino que la cojera de Paula la habrá arrastrado a una indumentaria de camuflaje. Sin esa sofisticación que me hubiese entretenido un rato más junto a ella. Paula hace mal: su balanceo siempre ha sido encantador, su pelo es excelente, y su dentadura, magnífica. Es una mujer de las que están guapas con la cara lavada. Pero aquellos jerséis y aquellos vaqueros eran más de lo que cualquier hombre con gusto soportaría. Pauli, astrosa avestruz, me lo pone -precisamente- a huevo. Yo también me comporto como una clueca:

-Tú vas hecha una zarrapastrosa…

A Elia Bravo, a las nueve y quince, unas gafas le tapan los ojos y tengo dificultades para su reconocimiento. Miro la foto que me ha dado mi cliente. Su transformación me dice que a esta mujer no le han debido de pasar cosas buenas. Por la foto habría jurado que era una mujer alta. Pero he reconstruido mal las extremidades a partir de la cara: es corta de estatura, enclenque y usa unos zapatos de tacón que le afinan la línea de un tobillo semejante a una patita de pollo.

A las dieciséis horas sigo sin entender por qué me ha contratado el marido de Elia. Un agente de seguros, un pobre hombre, que se gasta el sueldo en unas labores de vigilancia absurdas. A las diez, la mujer llega al salón de belleza donde trabaja. Le hago una foto mientras apoya su cuerpo contra las gruesas hojas de vidrio. A las doce sale a hacer recados. Compra en la farmacia supositorios de glicerina. No podría precisar sin son para ella o para mi cliente. Le hago una foto mientras habla con una farmacéutica con pinta de oler a monja.

-¿A qué huelen las monjas?, ¿a buñuelo de viento?, ¿a cirios?, ¿a lavanda?

Paula considera que mis metáforas son preciosistas y no me dejan ver el mundo. Así que, aunque sé que las monjas huelen a la manteca con que se preparan los jabones, respondo:

-A rancio y a menstruación.

Elia recoge de una tienda de cosméticos al por mayor unos botes enormes que quizá le sirvan para fabricar explosivos. Si yo fuera policía, este sería el momento sospechoso. Pero como no lo soy, me fijo en la tensión que el peso de los botes produce en unos bracitos de niña que nunca se acaba los platos de sopa. La esthéticienne vuelve al trabajo. A las catorce, Elia, en compañía de otra mujer, come ensalada verde y bebe refrescos sin gas en uno de esos establecimientos que se parecen a una nevera. Las esthéticiennes se encaraman a un taburete y mastican hojas de lechuga. Elia parece un periquito. Si sigue con esta dieta, pronto echará a volar. Elia retira del pecho de su acompañante una brizna de lechuga que le afea la bata blanco nuclear. Fotografío el dedo mientras retira el resto de lechuga. Fotografío una minúscula sonrisa. Elia le ha ahorrado a su compañera un cacito de detergente en el bombo de la lavadora.

A las quince treinta llamo a mi pagador. Soy un detective. No un paparazzi de las cosas normales y corrientes.

-Mañana pásese por mi despacho y arreglamos cuentas.

-¿Va a cumplir con la vigilancia de hoy?

-Hasta las nueve. Espero que recupere usted la paz. Su mujer es una santa.

Todos mis clientes son malas personas. Por culpa de la televisión, las parejas han dejado de vivir con naturalidad sus relaciones. Se espían. Caminan en círculos. Cortan la mayonesa con movimientos en sentido contrario al de las agujas del reloj.

-Ya todo el mundo usa minipimer, Zarco.

Paula nunca desconfió de mí. Se sorprendió cuando empaqueté mis trajes, mis novelas y las películas de Barbara Stanwyck. Pasé por el trago de una confesión melodramática. Hubiera sido mejor que Paula contratara a un detective de boca de hierro que le cantase las verdades, como las veinte en copas. Me lo puso difícil. Con su mansedumbre, su ignorancia, su perfección y su pena.

A las dieciséis empujo la puerta del salón y compruebo que, en efecto, las hojas de vidrio pesan mucho. Voy a darme un capricho a cuenta de las moneditas contadas de mi cliente. Me mareo ante la oferta de los salones unisex Lipstick: masajes reafirmantes, revitalizantes, purificantes; tratamientos holísticos faciales con muselinas y aceites de yoyoba; limpiezas de cutis; antiarrugas; manicura; inserción de uñas de acrílico y porcelana; maquillaje y micropigmentación de cejas, pestañas y labios; depilación con ceras cítricas -no irritantes- e ingles brasileñas; láser; extensiones y alisados; moldeado, alaciado y tintes; envolturas de chocoterapia, vinoterapia y kiwi… Me fascina este idioma. El hechizo prometido. La metamorfosis. Pero no puedo reprimir mi desconfianza en los milagros. Quizá en la trastienda de este lujoso centro existe un rinconcito con una mesa sobre la que una bruja extiende cartas del tarot.

-El tarot y la estética juegan con la insatisfacción y la credulidad de las personas.

Paula ha dicho.

Después de haber sido embadurnadas con chocolate, mujeres que pegan cupones en su álbum-ahorro, oscilantes entre la pulsión de ser bellas y la de tener un golpe de suerte que les permita cambiar de vida, se espantan ante el cataclismo de la torre y la frigidez de la emperatriz.

-Las fábulas no están penadas por la ley. Si no, tú estarías preso.

Paula cree que la realidad es más sencilla -sórdida- que las invenciones. Pero, tal vez, en la trastienda, detrás de un butrón, aparezca un cuarto oscuro. Mujeres de gesto paralizado tratan de pedir ayuda. Pero es tarde. No pueden mover la boca. Nadie sabrá nunca quién rajó el desmesurado perímetro de la incisión para el drenaje linfático y las inyecciones. Quizá aún descubra una historia que vender al que más pague: un inescrupuloso inspector de la brigada de delitos contra la salud pública, un periodista, el propietario de este salón aterrorizado ante la amenaza de perder su prestigio como mago y ganarse una merecida fama de carnicero…

-Déjate de películas. Estoy deseando saber qué esencias perfumaron tu piel…

Paula está segura de que yo nunca mercadearía con el dolor. Conserva una buena imagen de mí que no alcanzo a justificar. A no ser que todavía me ame.

-¿No te habrás depilado completamente el tórax, verdad, Zarco?

Cuando Elia me recibe en su cubículo, veo sus ojos reidores. Es una visión fugaz. La esthéticienne me invita a tumbarme. Las manos de Elia Bravo son ambivalentes. Si su foto me ha confundido y no he podido adivinar a partir de ella ni el alma ni la longitud de los brazos de la esthéticienne, sus dedos quizá me ayuden. Lo noto en cuanto me pone la palma abierta sobre la columna y mi columna se comporta como un receptor. Si Elia me escribiese un soneto con las uñas, yo contaría sus sílabas…

-Empezaba a echar de menos tu pedantería, Zarco.

-¿Tú sabes lo que es un hexámetro dactílico?

-No. Pero sé lo que es un tanto por ciento. O me ahorras sensualidades, o me voy a la cama.

Elia se unta las manos con aceite. Masajea hombros, brazos y antebrazos, las muñecas y, como si sus manos fuesen pequeños animales escarbadores, baja hasta mi rabadilla, donde alcanza, sin escalpelos, la parte recóndita de mi médula espinal.

-El tuetanillo del hueso del cocido.

-Mi código de barras.

Elia Bravo me pone la carne de gallina. Intuyo un amago de erección cuando me acaricia las nalgas y extiende sus manos, como ratones ciegos, por la cara interna de mis muslos.

-Sigue, Zarco, así, no pares, así, así, dame más…

Me merezco este patético orgasmo telefónico: mi crueldad ha rebasado los límites. Paula no aguanta que me exciten otras mujeres menos atractivas y menos cojas que ella. Yo siempre le pedía que apagase la luz. Pobre y hambrienta Paula.

-Yo estaba boca abajo. No le veía la cara… ¿Me perdonas?

No quiero abrir los ojos. Concentrarme en los sonidos, en las crepitaciones, aviva mi sensualidad y mi imaginación. Noto una serpiente fría sobre mí. Huele a caramelo mentolado. Es un gel con el que Elia inicia la segunda parte del masaje. La que me lleva a decir que sus manos son ambivalentes y que esa ambivalencia me ayuda a conocerla mejor que una foto, siempre impostada. El marido no es un hombre tan ingenuo. Elia Bravo me toca y yo mido lo que el trémulo agente de seguros tiene que perder. Siguiente deducción táctil: al margen de su insatisfacción conyugal, Elia engaña, desconcierta, es dos en una.

La suavidad de las manos de la esthéticienne se transforma en un nudo marinero que se me incrusta en las vértebras. Los sonidos provienen de mi interior. Crujidos. Descompresión. Líquidos que se derraman. Burbujas. Esquirlas de hielo que se desgajan del bloque. Abro un ojo y me fijo en la pelusilla enhiesta de mi hombro: los pelillos en primer plano me permiten evaluar la delicada extensión de mi placer. En la punta de cada dedito, Elia concentra el peso total de su estructura a través de un balanceo. Aunque quisiera, no me podría levantar: bastaría con que la esthéticienne posara su índice sobre mis cervicales. Las manipulaciones de Elia Bravo me están provocando un gozo y un dolor inmensos. Muerdo la toalla y aprieto los puños. Entonces Elia se dirige a mí con voz anestésica:

-No me haga luchar contra usted. Nos fatigaremos.

Yo me rindo. La esthéticienne me vence y, cuando cambia la cadencia de sus manipulaciones y sus falanges vuelven a ser una muselina que se posa sobre mi cuerpo desnudo -bola metálica que se desliza por mi espinazo-, cuando la presión decrece, me quedo dormido. Hasta que vuelvo a escuchar la voz de terciopelo deep blue de la esthéticienne:

-Tiene usted un cuerpo espléndido, señor Zarco.

Les dirá lo mismo a todos. Aun así, me halaga. Las cosas que me ha dicho de sí misma a través de sus pulsaciones me convencen de que debo buscar la forma de ver sin ser visto. Y, si no hay un doble fondo en el corazón de Elia Bravo, quizá descubra el misterio del quirófano ilegal de la señorita Pepis.

La voz de terciopelo deep blue de la esthéticienne… ¿Quién te has creído que eres?, ¿el bardo de una irreductible aldea gala?

-Me siento orgulloso de esa sinestesia.

-¿Quieres decir que la voz sonaba como a buchitos?, ¿como gargarismos?

La voz de terciopelo deep blue de la esthéticienne nunca fue tan deep ni tan blue como cuando la escucho oculto en el armario del vestuario de las trabajadoras.

-De vuelta a tus orígenes, Arturo.

Paula nunca entendió el humor inteligente. Pero ahí estoy yo, arrugándome el traje, acurrucado entre toallas limpias que exhalan ese aroma a flores de los suavizantes que, para algunas narices pervertidas -muy selectas-, funciona como afrodisiaco. Si las madres conocieran estos efectos, se cuidarían mucho de perfumar los calzoncillos de sus vástagos varones.

-Fantasma. Mitómano. Cursi.

Después de pagar los servicios de Elia Bravo y salir del salón Lipstick, aprovecho una ausencia de la recepcionista para colarme. Me escondo en un armario vacío del vestuario del personal. Revivo los nervios de jugar al escondite. Primero oigo a mujeres que se cambian de ropa. Ríen y charlan. Al salir, apagan las luces. Espero. Quizá estoy agarrotado o soy cobarde o un hombre intuitivo. Tengo un pálpito -mujeres que saben si saldrá varón o hembra de la barriga de la embarazada- y creo -como algunos creen en Dios- que debo permanecer dentro de este armario. Cuando todo vuelve a estar silencioso, escucho una puerta que se abre y que vuelve a cerrarse. Alguien ha entrado en el vestuario sin encender las luces. Entonces empiezo a oír suspiros que provienen de la entraña, de ese punto de los pulmones en el que se sitúa el centro de gravedad de las personas. Al principio son susurros llenos de inquietud. Una mezcla de miedo y de seguridad en que el placer llegará de un momento a otro. La respiración pedigüeña cambia a otra más imperativa. Una respiración redonda como una esfera metálica. Dentro del armario puedo confundirme y quizá esos gemidos -la licuefacción del placer de Elia, su voz azul que le escurre como un hilo de baba por las comisuras- no salgan de su garganta. Quizá es que las paredes de este local están acolchadas con materiales que convierten en azules y profundas todas las voces. Las dos veces que Elia me dirigió la palabra experimenté la misma explosión de sensualidad que cuando las chicas de las hamburgueserías retransmiten las comandas a través de sus micrófonos. O quizá es que Elia Bravo ha aprendido a masturbarse como si no estuviese sola y el sonido de sus respiraciones le estimula tanto como el aleteo de su dedo índice -colibrí- o la penetración brutal de su dedo corazón -pepino de mar-. Mi cliente no es tonto. Debo atreverme a abrir una rendija que apague una curiosidad que supera el límite de mi deber. Entorno la puerta del armario. Mis pupilas se han adaptado a la penumbra. Elia y su siamesa adoptan posiciones que se distorsionan a partir de un eje de simetría. Son la cola de un pavo real. Nadadoras sincronizadas burbujean entre estertores deep blue. Su goce les viene de dentro. Se van a comer la una a la otra empezando por la cabeza. Lo que veo me produce una incomodidad que me resulta agradable. Mi ritmo cardiaco decrece. Nunca pensé que nadie se excitara tanto al retirar una brizna de lechuga de la pechera de un uniforme.

-¿Por qué tenemos que andar engañándonos… continuamente?

-Paula, querida, vuelve en ti.

Aquí nos habíamos detenido. Solo falta el contraataque de Pauli, que asume mi fascinación por los efebos, pero no acepta mi inquietud ante los cuerpos siameses de dos hembras que se aman comiéndose desde la cabeza hasta los pies.

-¿No te he dicho que cada día te oigo más amariconado?

A Paula le preocupa que no esté tan amariconado como de costumbre y que la hecatombe de nuestro matrimonio no haya tenido que ver con mi intolerancia hacia el sexo femenino, sino con mi intolerancia hacia ella. Eso para Paula sería aterrador. Me relamo. Pero me equivoco. Lo cual no supone ninguna novedad ni en mi relación con Paula ni en mi vida.

-¿Vas a contarle a tu cliente lo que has descubierto?

Vuelvo a temer que Pauli haya quedado reducida a personaje de telefilme. La ropa que no pica, la carne magra de pavo, los cinturones se seguridad. También me doy cuenta de que la he enfrentado al reflejo invertido de nuestra historia de amor.

-¿Se lo vas a decir?

Finjo el cinismo alcohólico de Juanito Vallon, la rudeza de Mike Hammer. No le llamo "muñeca" de milagro:

-Me paga, Pauli.

-No me llames así.

Paula calla. Contengo la respiración hasta que vuelve a hablarme:

-No se lo digas.

-El dinero suaviza mis escrúpulos.

Cuando me escucho así, como en las novelas de a diez duros, me siento más orgulloso que cuando encuentro una buena sinestesia. Sin embargo, temo que Paula no juegue. O tal vez juega tan bien que no le pillo las trampas. Se me revuelve el estómago. Embiste:

-Le harás infeliz.

-Él ya es infeliz.

-Harás que se sienta feo. Casi repulsivo.

La conozco menos cada día. Me debato entre compadecerla a ella o compadecerme de mí. Hubiera jurado que sería Paula quien me empujaría a la delación; quien jamás hubiera preferido la beatífica ignorancia frente a la verdad salvaje; quien escogería la muerte frente al susto. Ahora me perturba la sospecha de que Paula siempre supo y que, por saber, fue poderosa y me negó su ayuda. Me acuerdo de Paula cuando no le tocaba ni un pelo. Me acuerdo de Paula intocada y reacciono:

-Él ya es infeliz. Y probablemente un hijo de puta también.

-Tú eso no puedes saberlo, Arturo Zarco.

Paula cuelga. Esta noche no pegaré ojo. No sé qué haré cuando mi cliente pase por mi despacho para darme un cheque y yo dude de si debo revelarle el secreto de la esthéticienne, su escondida voz de terciopelo deep blue. Me preguntaré por qué le guardo rencor a quien me quiere tanto. Rumiaré la estrategia que debo articular para vencer a Paula, de quien me imagino una media sonrisa justo en el instante en que pulsa, sin que yo se lo haya pedido, el interruptor de la lámpara de noche para apagar la luz.

Marta Sanz (Madrid, 1967). Escritora y doctora en Filología. Ha publicado, entre otras obras, las novelas El frío, Lenguas muertas, Los mejores tiempos (Premio Ojo Crítico 2001), Susana y los viejos (finalista del Premio Nadal en 2006) y Lección de anatomía (2008). En 2010 irrumpe con Black, black, black (Anagrama), protagonizada por el intrépido y heterodoxo detective Arturo Zarco.

El detective Arturo Zarco espía a Elia Bravo tras ser contratado por el marido de la masajista
El detective Arturo Zarco espía a Elia Bravo tras ser contratado por el marido de la masajistaJOSÉ LUIS ÁGREDA

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Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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