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Columna
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Mejor Pedrito que Pedro

Carlos Boyero

Es pequeñito, parece frágil, tiene el gesto simpático, sin hacer ostentación y gracias a un mentor con intuición privilegiada y sentido del riesgo ha ascendido sin necesidad de escalafón de los campos rugosos y los sueldos ínfimos de la Tercera División a la titularidad en ese Barcelona deslumbrante y a abandonar la lacerante reserva en una selección nacional que siempre tendrá un altar en el recuerdo colectivo. Hasta hace poco, su nombre profesional era algo tan condescendiente, familiar e infantil como Pedrito, pero el esplendor que le ha caído encima no consideraba serio el diminutivo y lo ha cambiado por el prosaico y austero Pedro.

Pedrito, ese chaval que cae bien a todo el mundo, también ha disfrutado del don, el talento, el oportunismo o la suerte de marcar goles en los partidos que deciden títulos, en los que solo existe el triunfo o el fracaso. Le faltaba uno decisivo en el escaparate más suntuoso, en el Mundial, donde el gesto más liviano de los gladiadores obtiene resonancia universal. Imagino que puede convertirse en algo obsesionante, en un sueño tangible, acompañado de la certidumbre en que tu nombre va a quedar grabado en la historia. Se necesita mucho carácter, madurez, grandeza y sentido de la lógica para hacer lo normal, o sea, desplazar inteligente y sensatamente el balón hacia el compañero que está solo delante de la portería y que él protagonice el triunfo del equipo, de un fútbol primoroso que no merece exponerse a un infarto por el ataque de egolatría que ha sufrido alguien empeñado en finalizar su proeza como lo hubiera hecho el inimitable Maradona.

Esta película sobre cómo el hambre de gloria puede nublar el cerebro, alcanza aún más dramatismo cuando observas que el compañero que tenía que culminar la jugada del enajenado era Torres, el ángel decaído y cuestionado, el hombre que más necesitaba ese gol para recobrar la fe en sí mismo. Pedro le pidió perdón. Lástima que se autojusficara después con la patética mentira de que no le había visto. "Oh Bartleby, oh humanidad", escribió Melville.

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