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Sucedáneos de la verdad

Francisco J. Laporta

A Felipe Gómez Muñoz,

por la llamada de siempre, que no recibiré hoy.

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Cuando la obra poderosa de Aristóteles fue siendo conocida a lo largo de la Baja Edad Media, algunos pensadores descubrieron sorprendidos que ciertas conclusiones que obtenían aplicando la razón al conocimiento de la naturaleza diferían de las que obtenían a partir de los libros sagrados y la fe. La ciencia les mostraba cómo se comportaba la naturaleza, pero el libro relataba acontecimientos que ignoraban esas pautas de comportamiento. Como ambas cosas, sin embargo, fueron tenidas por verdaderas, deslizaron en el pensamiento la teoría de la "doble verdad". Habría así, según ellos, verdades de razón y verdades de fe y, si se diera el caso de que unas y otras fueran incompatibles, se saldría del dilema dejando en suspenso el principio de no-contradicción: aunque una de las afirmaciones entrara en contradicción con las otras, ambas serían, sin embargo, verdaderas.

El que alguien no pueda ser condenado no quiere decir que no sea un indeseable moral y político
A veces unos hechos no son admisibles en derecho, pero no por eso dejan de ser hechos

Durante algún tiempo se atribuyó este subterfugio al filósofo hispano-musulmán Averroes, pero era una apreciación equivocada. Él apostó siempre (como algunos más, entre los que estaba Tomás de Aquino) por la necesidad de hallar la coherencia entre unas y otras verdades. Hubo otros, sin embargo, que se aferraron a la verdad religiosa e impugnaron la otra, desatando así una deplorable cruzada contra la ciencia que todavía perdura en algunas actitudes sectarias.

La verdad religiosa se pretende siempre firme e irrefutable, y añade con ello a quien la mantiene una gran dosis de obstinación. La verdad científica, por el contrario, se ve a sí misma como interina y revisable, y acepta con modestia ser alterada por la razón. Por ello, la verdad religiosa, impenetrable al razonamiento, puede acabar por suponer presuntuosamente que la otra verdad es un puro y simple espejismo.

Esta idea de ignorar una verdad por tenerla por una mera apariencia con la que no hay que contar, ha tenido también su hueco en el mundo del derecho. Unas veces con buenas razones y otras con razones espurias. Entre las primeras está esa directriz actual que ordena excluir de la consideración judicial las pruebas obtenidas en violación de derechos fundamentales.

Parece con ello establecer también una especie de teoría de la doble verdad, una verdad procesal o jurídica y una verdad real o fáctica que pueden entrar en contradicción. Esto no deja de tener un cierto parecido con lo que sucedía en el mundo de las creencias religiosas, porque el juez, como el creyente obstinado, ha de ignorar la verdad real y estar únicamente a la verdad jurídica. Y ello aunque la verdad de los hechos, como antaño la verdad científica, siga ahí impertérrita sugiriendo con su mirada precisa que, diga lo que diga la construcción puramente jurídica del juez, lo que estamos haciendo es ignorar lo que verdaderamente ha sucedido. Esto suena extraño, y creo por ello que los juristas debemos ofrecer a la opinión una explicación suficiente de ello.

Comencemos por recordar que hay una diferencia entre la fe religiosa y el derecho que a veces se oculta deliberadamente. Mientras la verdad religiosa trata de competir con la verdad científica, es decir, trata de ser más verdadera que ella, la verdad jurídica no pretende presentarse a sí misma como la auténtica verdad. En el derecho sucede en esos casos algo que hay que entender de otro modo. Los procedimientos judiciales no están ahí solo para tratar de encontrar la verdad, sino para perseguir también resultados y objetivos de otra naturaleza: garantizar la dignidad humana, los derechos de los ciudadanos, el bien común o la paz social. Y para ello, a veces, resuelven ignorar la verdad. No es que traten de suplantarla por otra, sino que la dejan de lado, la olvidan, la abandonan. Si una verdad se ha obtenido mediante procedimientos que hieren la dignidad humana o atentan contra ciertos derechos individuales, entonces el orden constitucional prefiere ignorarla.

Es muy importante, sin embargo, que se caiga en la cuenta de que el derecho no se pronuncia en estos casos sobre si lo que ha sucedido es o no es verdad, sino solo sobre si lo que ha sucedido es o no relevante para el procedimiento judicial. Los hechos obtenidos mediante violación de derechos fundamentales están ahí, a veces incluso los podemos oír o ver en una grabación fiable, y nadie, por ello, podría pretender que no han sucedido así. Pero eso no importa, porque si los aceptáramos como verdad pondríamos en peligro otros valores y fines que también forman parte del derecho. Y en ese caso, preferimos no tomarlos en cuenta para defender lo importante.

Cuando sucede algo así, puede resultar que quienes han sido responsables de esos hechos no sean considerados tales desde el punto de vista del derecho. Han realizado, efectivamente, unos hechos, pero jurídicamente no son tenidos por responsables de ellos. Los abogados serios, como lo era mi viejo amigo Felipe Gómez, han sabido siempre el porqué de su obligación de defender estos principios, pero todos sabemos que entre los abogados también los hay enredadores y rábulas. Y son estos los que se prestan enseguida a sacar partido de esta aparente paradoja: su estrategia consiste en poner en cuestión la calidad de las pruebas para proceder después a negar la realidad, consiguiendo con ello liberar a sus clientes cualquiera que sea la fechoría que hayan cometido.

Si son los políticos los que se cubren con el antifaz del enredador y del rábula, cosa que no es infrecuente, esta deplorable estrategia se exagera todavía más. Lo que entonces tratan de vender para el consumo del público es que, dado que el juez no admite tales pruebas por haber sido obtenidas en violación de derechos fundamentales, entonces, directamente, los hechos no han sucedido y, en consecuencia, sus amigos no pueden ser culpables y las imputaciones tienen que ser falsas. Tratan así, como los viejos teólogos obstinados, de sustituir la verdad real por su verdad ficticia.

Pero, claro, lo que el derecho nos dice en estos casos no tiene nada que ver con la averiguación de la verdad. Los hechos están ahí, han sucedido y son verdaderos, y quienes los han llevado a cabo son responsables de haberlo hecho. Lo que sucede sencillamente es que, para defender otros valores más importantes, el derecho no los toma en cuenta y, solo desde esta perspectiva, no los declara jurídicamente relevantes. Pero eso no significa que tales sujetos no hayan hecho lo que hicieron, y que no tengan que asumirlo como sujetos morales y como actores políticos. Desde el punto de vista de la responsabilidad jurídica hemos de pasarlo por alto en beneficio de algunos bienes superiores, pero no tenemos que dejar por ello de considerarlos moralmente responsables y, en su caso, exigirles la correspondiente responsabilidad política.

Es este un supuesto en el que el derecho dibuja con precisión el límite entre la responsabilidad jurídica y otros tipos de responsabilidad. Y lo que hay que tener claro es que el que alguien no pueda ser procesado o condenado por unos hechos no quiere decir que no sea un indeseable desde el punto de vista moral, alguien al que una mínima asepsia institucional debería obligar a abandonar su carrera política.

Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

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