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Columna
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Lágrimas

Juan Cruz

En seguida que los jueces de Dívar confirmaron la condena del juez Garzón al ostracismo se supo que el hombre que investigaba demasiado lloraba su suerte entre sus amigos. Pero además había un gentío esperando la decisión y esperando al juez, o para arroparle en la condena o para celebrar su absolución. Lloró, resultó lo primero. Esas lágrimas ahora se convierten en el certificado de su dolor; y la gente ni llora sólo porque lamente su suerte. La suerte es a veces el resultado de una zancadilla.

De lo que ocurre lo que impresiona más es el efecto que tienen en las personas las malas noticias que sufren. El sufrimiento se nota, antes que nada, por las lágrimas. Sufrir es injusto, sobre todo si lo que se sufre es una injusticia, y esas lágrimas que ahora se unen a la historia (a la historia grande de los desafueros de este país, y también a la historia pequeña de los telediarios) son el símbolo de una injusticia largamente adobada, y ahora se unen a la radiografía del franquismo que (aún) no cesa.

No se ven las caras de los que han juzgado, no se sabe si son caras secas o son también caras en las que se mezcla el mal sabor de haber hecho, a sabiendas, algo por lo que la historia les va a preguntar como preguntan los espejos oscuros, o si son caras lavadas por el empecinamiento: queríamos a ese juez fuera de aquí, ya está, tachado. Se supone que los jueces no tienen alma sino leyes, y por las leyes se rigen. Por eso no lloran.

Pues Garzón ha llorado. Acaso los que andan metiendo en el pendrive los desafueros de este juez se sientan tentados ahora de incluir las lágrimas como otro alimento de la sospecha. En este juicio peculiar en cuyo proceso han perseguido a Garzón la saña con la que en el Oeste buscaban a los bandidos (o a los justos) ha habido todo tipo de rostros, y siempre los he visto sonriendo, ante las cámaras, como si estuvieran juzgando y al mismo tiempo andarán regocijándose con lo juzgado. Hasta la victoria final, que se produjo ayer a mediodía. Ahora ya Garzón no podrá ir ni a La Haya. No querían que se fuera. Querían que llorara aquí.

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