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Columna
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Estadio Samaranch

Tras largos años de seguimiento y análisis de la trayectoria, en Cataluña, de la derecha de disciplina española -es decir, Alianza Popular y después el Partido Popular- en más de una ocasión me ha asaltado la poco científica sospecha de que, en los círculos directivos de dicha formación, existe algún agente doble o elemento infiltrado al servicio de los adversarios políticos, alguien que se dedica por sistema a sugerir actitudes y declaraciones lo más hirientes o provocadoras posible para la sensibilidad catalanista media de la gran mayoría social y electoral de este país; posturas que corroboren y realimenten todos los prejuicios y las fobias que esa mayoría -hasta del 80%, según algunos sondeos- profesa contra el PP. Y he tenido la impresión de que los sucesivos líderes del partido, engañados, le compran con fecuencia al astuto topo sus propuestas envenenadas.

Una cosa es que se haya pasado de puntillas sobre la trayectoria política de Samaranch, y otra que debamos olvidarla

Una de dos, o ese émulo de Kim Philby campa de veras por los despachos de la calle del Comte d'Urgell, o bien se trata de un atavismo; pero lo cierto es que el PP catalán lo ha vuelto a hacer, ha vuelto a dispararse un tiro en su propio pie. Fue el jueves de la semana pasada, cuando -para colmo, haciendo seguidismo de Ciutadans- Alberto Fernández Díaz reclamó que el estadio olímpico Lluís Companys, de Montjuïc, sea rebautizado estadio olímpico Juan Antonio Samaranch.

Vamos a ver: salvado el respeto que merecen en general los difuntos, una cosa es que, con delicadeza no compartida por Le Monde, Los Angeles Times, la BBC, La Stampa, Die Welt y muchos otros medios internacionales de renombre, nuestra prensa y nuestra clase política hayan pasado de puntillas sobre la trayectoria política de Samaranch antes de su nombramiento como embajador en Moscú, y otra cosa bien distinta es que debamos olvidar aquella trayectoria -por la que no consta que el protagonista formulase jamás una autocrítica ni una petición de disculpas- o tengamos que considerarla irrelevante.

¿Imaginan ustedes que el actual partido de la derecha democrática francesa (la UMP) pidiese quitar de cualquier equipamiento público el nombre de Jean Moulin -el héroe mártir de la Resistencia antinazi- para sustituirlo por el de un prefecto del régimen de Pétain, pongo por caso, incluso si tal prefecto hubiera acumulado después de la guerra grandes méritos de gestión? No, en Francia una cosa así no se le ocurriría plantearla ni a Le Pen. Bien, pues aunque el señor Fernández Díaz no quiera entenderlo, el presidente Companys representa para la cultura democrática catalana algo parecido a Jean Moulin para la francesa. Con todos sus defectos y sus errores, Lluís Companys es el único presidente democráticamente elegido de un país europeo que fue asesinado por el fascismo entre 1939 y 1945; encarna a los casi 4.000 catalanes fusilados bajo la dictadura franquista y a las decenas de miles de exiliados, encarcelados y represaliados por el régimen de aquel siniestro caudillo ante cuya desaparición, el 20 de noviembre de 1975, Samaranch declaró: "Hoy España, y dentro de ella Cataluña, experimentan una amarga sensación de orfandad política...".

Con su desafortunada propuesta de cambiarle el nombre al estadio olímpico, el Partido Popular barcelonés ha dado innecesariamente nuevos argumentos a quienes todavía lo ven como un grupo neofranquista, refractario u hostil a las tradiciones democráticas y catalanistas forjadas en el primer tercio del siglo XX. Pero además, con su exceso de celo hacia quien ya en 1975 era vicepresidente del Comité Olímpico Internacional, el concejal Alberto Fernández le ha hecho un flaquísimo favor a la memoria de Juan Antonio Samaranch. No creo que este, tan meticuloso en el cuidado de la propia imagen, tan hábil en acomodarse a los nuevos tiempos posdictatoriales, deseara ni en la peor de sus pesadillas una confrontación póstuma, un choque de méritos y legitimidades entre él y Lluís Companys. A Samaranch no le gustó nunca perder.

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