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En defensa de la política

José María Lassalle

La corrupción agrede a la democracia y la debilita. Su existencia socava los fundamentos de la legitimidad de sus instituciones, pues no hay que olvidar que el sentido de ellas es defender los intereses generales bajo el imperio de la Ley. Esto es especialmente relevante en momentos de crisis, cuando el pueblo mira a sus gobernantes y representantes esperando diligencia en el manejo de los asuntos públicos, así como ejemplaridad en sus comportamientos.

En este sentido, nunca sobra la ejemplaridad ni tampoco un ejercicio de virtud cívica. Ambas, ejemplaridad y virtud, deben dominar el clima institucional de la política democrática. Y ello porque donde impera la corrupción termina languideciendo y extinguiéndose la libertad misma. Por eso me parece preocupante la acusación que algunos deslizan sobre el Partido Popular al decir que vacila ante los presuntos hechos de corrupción vinculados al asunto Gürtel.

Al calor del 'asunto Gürtel' se intenta invalidar a una oposición ejemplar
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Lo correcto es actuar con prudencia y contundencia

Primero, porque prejuzga el destino que tendrán los corruptos dentro de un partido con miles de representantes públicos que ejercen con dignidad, honradez y responsabilidad los cargos para los que fueron elegidos.

Y segundo, porque con esa acusación se quiere incapacitar al Partido Popular como alternativa real frente al desaliento e inquietud que genera entre los españoles la ineficacia gestora del Partido Socialista cuando nos azota la mayor crisis económica y social de nuestra historia democrática.

La corrupción repugna al Partido Popular, como estoy seguro de que pasa con todos los partidos democráticos. De ahí que sea una gravísima irresponsabilidad abordar el tema con la simplificación con que algunos hablan de ella al tiempo que olvidan cómo se reparte a lo largo y ancho de la geografía nacional y a cuánta gente realmente involucra. Es más, resulta inquietante verlo en boca del Gobierno y del Partido Socialista, ya que con sus palabras alientan la estrategia antipolítica y populista que, desde hace unos meses, se ha instalado entre quienes dibujan la imagen de una clase política corrompida, más preocupada por el medro particular que por servir a los intereses de una sociedad que sufre resignadamente la crisis. Por todo ello, me parece injusto acusar al Partido Popular de vacilar ante la corrupción cuando se han depurado internamente todas las responsabilidades vinculadas a los hechos del asunto Gürtel.

La actual dirección que lidera Mariano Rajoy no tiene nada que ocultar en este caso pero sí unos mínimos procesales que respetar, ahora y siempre. Esto explica que las medidas adoptadas hayan sido graduales, sometidas a sus propios tiempos y no a una presunta

alarma social inflamada a golpe de titulares. Hoy, nadie involucrado en el asunto está en los órganos dirigentes del partido ni tampoco milita en sus filas. Y ello sin que todavía se haya acreditado nada judicialmente, esto es, sin que haya sido concluida siquiera la investigación en los órganos jurisdiccionales que conocen del caso.

Esto último merece una consideración particular, ya que se exigen medidas en tiempo real sin tener en cuenta algo que es básico en una democracia liberal: que se respeten las garantías procesales del Estado de Derecho. Los defensores de la acción directa en estos temas consideran que estas garantías son accesorias ante la urgencia del reproche social que provoca la corrupción.

Aquí, hay que recordar que la democracia liberal surgió, entre otros empeños, de la lucha contra la arbitrariedad y del esfuerzo por lograr que los acusados por la presunta comisión de un delito fuesen procesados bajo la fría objetividad del imperio de la Ley. Parte de la lucha del parlamentarismo giró alrededor de proteger a los representantes del pueblo frente a denuncias falsas urdidas desde el poder con el fin de debilitar a una oposición que cuestionaba la tentación despóti-ca de aquel.

Los cortafuegos institucionales frente a la arbitrariedad de los poderosos nacieron como un paso que condujo finalmente a la democracia. Sin ellos, sin instituciones que amparasen al ciudadano y a sus representantes en su presunción de inocencia, nunca se hubiese logrado esa victoria política que contribuyó, finalmente, al triunfo de la libertad colectiva.

Así, la inversión de la carga probatoria que dejó atrás el régimen inquisitorial y los juicios de Dios, fue una conquista de la civilización jurídica y de la racionalidad legal que hoy en día no pueden debilitarse tampoco por razones de alarma social ocasionados por el afloramiento de casos de corrupción.

Con esto nadie dice que haya que quedarse de brazos cruzados ante ella mientras se espera el dictamen de la justicia. Ni tampoco que haya que permanecer en silencio y con los ojos cerrados ante los manejos corruptos. Lo correcto es actuar con prudencia y contundencia a la vez, asumiendo de antemano que el retardo en la administración de justicia no excusa a quien presuntamente es corrupto a que responda de ello. Pero los indicios merecen un trámite de evidencia previa, un soporte acreditativo, pues, de no producirse éste, se deja expuesta a la democracia a la arbitrariedad de los denunciantes, sean cuales sean los móviles de éstos, honrados en unos casos, pero espurios e inicuos en otros. De ahí que no pueda responderse en tiempo real sino mediante una actuación gradual. La vía directa es mala consejera. Especialmente porque allana el ejercicio de la antipolítica de aquellos que no les importan las reglas procesales sino la democracia directa y, a poder ser, la democracia que funciona por aclamación, o sea, ninguna.

En este sentido, una democracia liberal no puede permitirse el lujo de que paguen justos por pecadores, que es lo que acaba sucediendo si se impone a los representantes del pueblo una debilidad estructural que los hace sospechosos a priori y, por tanto, expuestos a la presión de poderosos que actúen sin controles democráticos. Es indudable que cuando una sociedad sufre una crisis económica como la actual, la indignación que provoca entre la gente conductas como las que presuntamente se han cometido en el asunto Gürtel ofenden a cualquiera. Pero es preocupante que al calor de este asunto que, insisto afecta a un grupo reducido de militantes y cargos de mi partido, se trate de invalidar a una oposición que se comporta ejemplarmente en el desempeño de sus funciones representativas.

En este sentido, comprendo que desde el Gobierno se quiera poner freno al desgaste electoral que sufre ante los españoles por su inacción e ineficacia ante la crisis, pero no lo comparto porque en política no vale todo, y menos aún dar alas a una antipolítica que avanza a pasos agigantados en pos de organizarse partidistamente.

José María Lassalle es secretario nacional de Cultura del PP y diputado por Cantabria.

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