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Columna
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Divinos heroísmos

Es sólo una suposición, un tanto estrafalaria si ustedes quieren, pero se diría que los católicos están más obligados que nadie a confesar sus pecados, arrepentirse de ellos y aceptar con un fervor agradecido la penitencia que les toque en suerte. Que no sea así, sino más bien todo lo contrario, basta para sugerir que el catolicismo es pura filfa a la hora de orientar las virtudes de la vida humana, o, si lo prefieren, que se trata de una secta singularmente aficionada a perdonarse unos a otros, o bien a autoperdonarse si no queda otro remedio. En un luminoso artículo de Rubert de Ventós publicado hace algún tiempo en este diario, argumentaba que la pederastia no era un producto residual de la Iglesia Católica, sino una de sus condiciones de posibilidad a fin de, ya que no de reproducirse, sí al menos de perpetuarse. O sea, que la pederastia eclesiástica no sería una desviación de sus normas sino una parte, y no menor, de las prácticas que permiten cumplirlas. En otro orden de cosas, si es que lo hay, el político de misa al menos semanal al que pillan en un pufo de mucha consideración debería de ofrecerse al juez a contar todo lo que se sabe en lugar de tramar con sus abogados la intrincada y torticera estrategia para salir con bien del atolladero. No es que los ateos, ni siquiera los agnósticos, observen a diario las civilizadas reglas de convivencia, pero ellos al menos, no alardean de seguir las enseñanzas, caso de haberlas, en el camino de Cristo.

El problema es determinar en qué se parecen los pederastas y los chorizos de confesión católica, cuando además es frecuente que ambas condiciones recaigan en una misma persona. Y preciso es reconocer que ahí nos encontramos ni más ni menos que con las trazas de esa conducta gallarda, casi homérica y algo bíblica que consiste en realzar hasta el primerísimo plano esa noble exaltación de las contradicciones del alma humana, y de sus paroxismos llevados hasta sus límites, la obsesión de vivir como el que se encuentra rodeado de posibles heroísmos. Ahí es nada, jugarse la tranquilidad de la vida eterna a cambio de un puñado de euros o de un adolescente de natural esbelto donde se esconde siempre una diabólica provocación. Alguien podrá afirmar que todo ello es miserable, a cambio de admitir, sin embargo, que no carece de cierta estúpida grandeza. Porque, ¿quién, habiendo perdido una oveja del rebaño, no se apresura a buscarla hasta llevarla junto a las demás? Pues estos titanes de la contestación desde dentro llevan a cabo una tarea para la que hay que tener mucha fortaleza de espíritu y una entrega casi absoluta si se quiere llevar hasta el final. Esta gente no se anda con bromas respecto de cuestiones tan cruciales. Pero están más seguros de sus turbias apetencias en el tránsito por este mundo que de los dictados divinos. Finiquitado el Imperio, por el pecado y el delito hacia Dios.

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