_
_
_
_
_
100 años de la Gran Vía | Un paseo literario
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El mapa de la vida

Juan Cruz

Fui a ver la Red de San Luis el último viernes y eran las 13.45 de la tarde cuando me tropecé ahí mismo con el escritor Adolfo García Ortega, que paseaba. De él son estas palabras, de su novela El mapa de la vida: "Madrid sigue siendo la ciudad de promisión que siempre fue, Madrid es alma y esperanza, acoge y protege; en ocasiones da y quita, otras enseña e ignora". Tomé la calle desde abajo, desde donde la Cibeles deja de ser militar o banquera y se convierte en rompeolas del idioma, ahí está el Cervantes mirando con su eñe, como las gafas de Quevedo, y luego eclesial, y finalmente golfa en Chicote y más arriba, donde hace años hubo sex shops tan atrayentes y ahora hay panaderías o sucursales chiquitas de bancos virtuales, u hoteles high tech, o comida rápida, o cafés sin adivinos. Pues en ese recorrido me encontré con el escritor, al que dije que estaba allí haciendo un trabajo de campo, viendo la Gran Vía, centenaria calle de la ciudad que nos protege.

Amamos Madrid por esta calle y sus afluentes, por el Retiro y por Chueca
Me imagino a Ernest Hemingway gritando: "¡Una copa más!"
Íbamos a la Telefónica a decir que aquí no pasaba nada
Recuerdo a Atahualpa Yupanqui saliendo del cine Palacio de la Música
Más información
Antonio López vuelve a pintar la Gran Vía
Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

-¡Pues yo escribo mucho de la Gran Vía en mi último libro!

Atrás había dejado, enfrente del Círculo de Bellas Artes, justo desde donde la pintora Paula Varona retrata Madrid como si fuera una fiesta en la que se alternan el hielo y el helado, la zona que Antonio López hizo sagrada, ese rectángulo desde el que pintó, como si hiciera una cruz en la calle más metafórica de la ciudad caliente. Como si el pasado más remoto hiciera un guiño desde los escaparates religiosos, una señal en la pared señala el paso de Lope de Vega por aquella parroquia que ahora parece tan sólo el albergue de los mendigos y que alguna vez fue púlpito de este golfo que despreciaba a Miguel de Cervantes.

Da escalofrío subir la calle y pensar en la historia, que se ha ido haciendo a veces a fuego rápido y otras veces a fuego lento. Me imagino a Ernest Hemingway gritando con sus bombachos, ¡una copa más!, o a Ava Gardner con las bragas en la mano, desafiando los detritus de la guerra. Se puede uno imaginar también a Dámaso Alonso recitándole al oído aterrado de un José Hierro proveniente de la prisión aquella escalofriante jaculatoria sobre la ciudad en la que estaban rompiendo los tímpanos el millón y pico de cadáveres. Madrid, la ciudad alegre y confiada, Madrid, la ciudad que sepulta su memoria con el rostro de la algarabía.

Es una calle llena de leyendas, y algunas están en las paredes. Antes de encontrarme con el autor de El mapa de la vida, mientras voy revelando para mi propio recuerdo esta vía -esta gran vía- que parece un poema de Lewis Carroll, me acuerdo de un cuadro que vi aquí mismo, en la Telefónica, antes de que hasta las guías de teléfono fueran virtuales. Aquí, a esta Red de San Luis donde el mapa de la vida alcanza su punto culminante, veníamos los provincianos de los años sesenta y setenta del pasado siglo a buscar acomodo en las cabinas, desde las que dábamos noticias como si aún no se hubiera acabado la guerra y Madrid fuera el sonido avejentado de una tanqueta. Ese cuadro era el de una vela, tan sólo una vela encendida, y su autor está ahora olvidado, y fue tanto o más que Pablo Picasso. Se llamaba Luis Fernández y era triste. Cuando Adolfo García Ortega me dijo en la calle que en El mapa de la vida él hablaba de la Gran Vía me vino a la memoria, enseguida, ese cuadro que vi en la Gran Vía.

Alguien me dijo:

-Ese cuadro, el de la vela, es como la Gran Vía. Un día se apaga Madrid y la Gran Vía es la vela de Madrid, seguirá alumbrando.

Y es curioso. En el libro de García Ortega leí después: "La luz ha pasado de un color a otro como si hubiese caído un telón sobre Madrid". Nadie diría hoy que sobre esta ciudad cayó un telón; amamos Madrid por esta calle y sus afluentes, por el Retiro y por Chueca, pero esta calle es como el mundo entero hablando por teléfono, una música más preciosa que el silencio. Adolfo escribe sobre su personaje: "Por eso Gabriel ha amado siempre esta ciudad; Madrid es espíritu y materia a la vez, algo muy raro en las ciudades que crecen; es una idea y la voz que la expresa, una voz ronca de ganador, perdedor y de nuevo ganador".

En Chicote me doy cuenta, como si Lewis Carroll viniera a decirlo con la brillantez de sus paradojas, de algo que también está en ese símbolo de la luz que hay en esas frases y en aquella vela de Luis Fernández, el pintor taciturno. Decía Carroll, y lo recogía Guillermo Cabrera Infante en Tres tristes tigres, esa escritura de los mapas: "Me gustaría saber de qué color es la luz de una vela cuando está apagada". Y hoy que Chicote, que fue azul y rojo al mismo tiempo, un nido de espías y un burdel de príncipes y de reyes, la antesala del fastuoso Cock de la movida y después, el centro neurálgico del plateresco de los noventa, y hoy que Chicote está apagado, digo, se ve en sus llamas sinuosas qué pasó antes de que aquí se apagara la luz tan despacito.

Pero yo había ido a la Red de San Luis, ese era mi objetivo; porque los provincianos veníamos aquí en tiempos en que Franco volaba el Madrid, por ejemplo, y tomábamos asustados los taxis negros, o entrábamos en los bares de putas sin quitarnos la solapa del abrigo de la boca perpleja, y luego íbamos a la Telefónica a decir que aquí no pasaba nada, tan sólo habían pasado, como un celaje bastardo, los 25 años de paz y estábamos ateridos pero contentos, nos habíamos tomado una ensaladilla (ya entonces era otra vez ensaladilla rusa) en el edificio Metrópolis, en una cafetería que creo que entonces se llamaba Dólar.

La Gran Vía era un destino, ahora es una costumbre. "Pero la ciudad está cambiando, expandiéndose", dice García Ortega. Fue sublime encontrarle ahí, iba yo buscando una referencia, y resulta que él llevaba ese libro bajo el brazo. Antes de verle yo tenía en mi memoria una imagen: Atahualpa Yupanqui saliendo de ver en el cine Palacio de la Música La conversación, de Elia Kazan; estaba a mi lado, yo escuchaba su respiración de indio grande. Cuando respiró la calle, Atahualpa se metió enseguida en Pasapoga. De ese momento quería partir en mi recorrido, y de las agendas de teléfonos que había en la vieja Telefónica. Pero me encontré con el escritor y ya me metí con él en el mapa de la vida, la Gran Vía como el recuerdo de un baile infinito del que Madrid nunca querrá reponerse. Y pasarán muchos siglos respirando la ciudad esta luz caprichosa, una vela eterna dándole entusiasmo hasta en los tiempos sombríos.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_