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Columna
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Penitencia

La composición de lugar es la siguiente: un matrimonio se deshace, como todos; al litigio por los bienes, muebles e inmuebles, hay que sumar a la criatura de 12 años que ha quedado en tierra de nadie, entre las alambradas; el niño pasa temporadas con su madre y de vez en cuando es cedido en usufructo a su progenitor varón; este último pretende sacarlo de procesión en Semana Santa, porque estamos en Sevilla y los niños también procesionan en Semana Santa; la madre, probablemente cabreada con el padre, con la Semana Santa, las procesiones y el universo en general, exige como requisito para ceder al hijo conocer de antemano: a) los estatutos de la cofradía cuyas filas engrosará el niño en calidad de paje; b) el horario del recorrido de dicha cofradía, de la salida a la entrada, así como los detalles topográficos de dicho recorrido; c) el vestuario que el niño llevará; d) el alimento que el niño recibirá en el curso del acto; e) la persona o personas que se harán responsables de su integridad tanto física como moral; f) los descansos de que dispondrá la criatura, su frecuencia y duración; g) las garantías de vigilancia y seguridad que ofrecen quienes quedan a su cargo, y el servicio de emergencias dispuesto. No cabe descartar que la madre introduzca de rondón un microchip bajo la piel del niño, como esos que llevan las mascotas, para controlar en todo momento su posición vía satélite.

El asunto se presta a la caricatura, pero destapa también cuestiones que resultan menos amables. Muy posiblemente, las exigencias de esta señora vengan motivadas por una pataleta o por su intención de amargar un poquito la existencia de su ex cónyuge (práctica comúnmente admitida en la vida matrimonial y en la que le sucede). Aparte de eso, comprendo y comparto la angustia que el largo pliego de peticiones deja traslucir. En Sevilla, y no sé si en el resto de Andalucía, se encuentran de lo más normal y hasta simpático cosas que no tienen ni maldita gracia: someter a menores de edad, algunos de ellos casi bebés, a sesiones maratonianas de marcha, a la intemperie, el cansancio, la hartura; disfrazarlos con ropas manifiestamente incómodas, algunas de ellas diseñadas con el propósito exclusivo de castigar a quien las viste; internarlos en muchedumbres donde las normas de seguridad, si las hay, se han relajado hasta el punto de que la claustrofobia puede ser el menor de los males; introducir en esas pobres mentes la idea de que es meritorio, o saludable, infligir al cuerpo una paliza de varios kilómetros de andadura en pos de la imagen de un señor que se desangra en un madero. Al parecer, el matrimonio que ahora pelea alrededor de un niño vestido de paje había concretado en su demanda de divorcio que ambas partes respetarían en toda ocasión "el derecho de los hijos a salir en estación de penitencia". La mera idea repugna: ¿qué penitencia tiene que hacer un niño? ¿Qué pecados ha de purgar machacándose los pies y provocándose contracturas musculares en torno a un cirio? ¿De qué clase de vergüenza ha de ocultarse al cubrir su cara con un antifaz? Todas estas esquinas de lo más siniestro y turbio del orbe de los adultos deberían, creo yo, ser ahorradas a los niños. Que me digan que es tradición no me vale un rábano; les contesto lo mismo que a los integristas de los toros: eran tradiciones señeras en otras culturas y otros tiempos lapidar a las prostitutas, sajarles el clítoris a las recién nacidas, hacer que dos hombres se alancearan en la arena hasta matarse, arrojar a las llamas a los vecinos mal encarados, sumergir a los acusados de un delito para ver si Dios les hacía de socorrista, desecar los genitales de las recién casadas para que sangraran cuando se las desvirgaba, degollar a un hombre para ser considerado adulto... Menos mal que ahora somos mucho más civilizados, claro que sí.

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