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OPINIÓN
Columna
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Revolución en el jardín

Juan Cruz

Sorprende que el periodista español Joan Antoni Guerrero, uno de los impulsores del texto de repudio del régimen cubano, haya dicho con respecto a algunos firmantes que habían llegado tarde a esta condena del castrismo.

Imagino a Guerrero con un cronómetro viendo a qué hora llegaban adonde él ya estaba gente como Almodóvar o Marsé o Ana Belén y Víctor Manuel. He escuchado también a algún conspicuo periodista de los que jamás se equivocan que algunos firmantes fueron castristas de toda la vida, como si no hubiera (acaso el propio conspicuo) gente que fue castrista, estalinista e incluso maoísta que hizo el viaje de vuelta porque o lo vio claro o le dio la real gana.

Con esa medalla del arrepentimiento vive gente muy reputada a la que todo el mundo respeta, y con razón. En la época gloriosa en la que todos vivíamos contra Franco, como decía el maestro Manuel Vázquez Montalbán, Blas de Otero escribió que se iba a China "a orientarse un poco". Había mucha gente que hacía ese viaje, y aquí nadie se rasgaba las vestiduras. Luego volvían y decían que tampoco era para tanto la muralla china.

Pero se hacían esos viajes como se hacían los viajes a Perpiñán. Algunos venían (o vienen) de Cuba más convencidos de lo que fueron, pero muchísimos regresaron (o regresan) desencantados de haber creído que debajo del montículo donde pastaba una cabra había un tesoro. Y digo esto del tesoro porque en el siglo XIX, cuando mis paisanos canarios se iban a Cuba, tenían delante esa perspectiva: que cuando llegaran a Cuba la isla feraz los iba a hacer ricos.

Los de mi quinta creímos que aquella revolución de 1959 iba a redimir el mundo, pero luego vinieron noticias de que no era para tanto, hasta que vimos con nuestros propios ojos que no había tesoro, y que ni siquiera (¡ay!) había tesoros morales. Y abandonamos el sueño, pero no alegres, pero no alegres. Para los de mi quinta la desilusión cubana es tan seria como la desilusión de nuestros antepasados que fueron allí a buscar oro y hallaron lo otro. Cuando esta desilusión fue la mirra de nuestros sueños, no había un Guerrero que estuviera cronometrando si llegaba tarde o pronto al convencimiento de que la revolución tenía, tuvo y tendrá estas cosas, y que la gente irá diciendo lo que le parezca a medida que su conciencia le va diciendo lo que tiene que hacer.

No sé qué habrán pensado los firmantes de aquella carta, que yo hubiera firmado también, cuando ha venido este colega nuestro con el cronómetro en la mano. Les recomiendo, de todos modos, un texto fantástico del maestro mexicano Jorge de Ibargüengoitia, que fue premiado por la revolución cubana en 1964; en su texto Revolución en el jardín (publicado ahora otra vez en España por Javier Marías en su editorial Reino de Redonda) dejó claro desde entonces que el oro de nuestras pasiones era bastante de barro. Pero allí nadie cronometró a Ibargüengoitia porque además creyeron que su sátira era un elogio. Por cierto, a don Jorge le pidieron los cubanos que llevara a Cuba un busto de Zapata para quitar el de otro Zapata que les sobraba. Es curioso que otro Zapata (Orlando) sea ahora la víctima en torno a la cual se firma la carta que impulsó Guerrero. Y que aquí se da por firmada, con permiso del cronómetro del colega.

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