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Las virtudes del navegador solitario

Una ley implícita en nuestro Parnaso determina que cada generación poética tienda a hacer tabla rasa del pasado inmediato y a sucumbir al espejismo de creer que todo empieza con ella. Suele admitir abuelos ilustres, y a veces lo hace menos por convicción que por arribismo, pero tratándose de quienes la precedieron el parricidio es ritual. El espacio que ocupan éstos, no sólo en los medios informativos y universitarios, sino en la mente propia y la ajena, reduce y condiciona el suyo. Fuera del amiguismo cultivado con alguno de sus miembros -ansioso no de buscarse ancestros sino admirativos discípulos-, la existencia física de los antecesores inmediatos le estorba. Recuerdo los comentarios de Julio Cortázar a la vuelta de un viaje a Buenos Aires después de haber triunfado en Europa. La hornada de escritores que le sucedían en la palestra descalificaban al "ya francés" autor de Rayuela por razones que poco tenían que ver con su creación novelística. Hoy, como es obvio, las cosas han cambiado, y los "nietos" del escritor no tienen ningún reparo a reconocer la influencia que ejerció en ellos y a admitir su estimulante innovación artística. El paso de la fratría generacional -cuando los jóvenes se apiñan en torno a un marchamo que favorece su visibilidad- a la creciente soledad de la vejez del poeta -producto de una trayectoria individual que le aleja de sus coetáneos- se acentúa con los años y le convierte en una anomalía. Los poetas y novelistas que se aferran a la marca registrada del grupo suelen ser jaleados por sus compadres en la medida en que viajan en un mismo barco y su singladura es previsible. El navegante solitario atrae por el contrario el ninguneo y el silencio. No se adapta a los esquemas establecidos y su excepcionalidad le condena a la incomprensión y el vacío. Sólo el tiempo y la decantación de su obra -cuando tanto él como quienes maniobran en su contra estén criando malvas, estos últimos en un piadoso olvido- restablecerán la jerarquía de valores que la mediocridad le niega. El desencuentro generacional se repite a lo largo de los años sin que los nuevos artistas y escritores escarmienten, salvo casos aislados, en cabeza ajena. La exclusión de José-Miguel Ullán de la Antología de los novísimos de fines de los sesenta del pasado siglo pudo parecerle injusta y sentirla como una afrenta. En realidad, con la perspectiva del tiempo, resultó ser una bendición. Sin las ataduras con quienes compartían un común denominador, su andadura fue más descondicionada y libre. Al no sujetarse a horma alguna, cambió de rumbo cuando lo juzgó necesario, se adentró en la terra incognita de lo inexplorado y vivió su indagación poética con una holgura que no excluía un compromiso profundo consigo mismo. No voy a analizar aquí los sucesivos capítulos de su obra. El prologuista de Ondulaciones, Miguel Casado, lo ha hecho por mí y su escrupuloso laboreo crítico da buena cuenta de su originalidad indomable y reacia a toda concesión a la facilidad y sentimentalismo. Al evitar el trayecto precavido del poeta correcto, José-Miguel perdió el norte, pero su "extravío" le condujo a espacios nuevos, apenas explorados por sus coetáneos. Lo veo hoy como un navegador solitario que, al aproximarse a tierra, da media vuelta y prosigue con intrepidez su aventura. Como otro autor inclasificable -me refiero a José Bergamín-, sabe que valen menos cien pájaros en mano que el que, para nuestra delicia y tormento, vuela y revuela en la inasible ligereza del aire.

Juan Goytisolo (Barcelona, 1931) ha publicado recientemente el sexto tomo de sus obras completas: Ensayos literarios (1967-1999). Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2009. 1.600 páginas. 66 euros.

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