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Columna
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Los pañuelos de Herta Müller

Hay un poco de circo inevitable en torno a la concesión del Premio Nobel de Literatura. El rito anual repercute en la prensa de los países más o menos cultos de manera parecida: los vaticinios, el anuncio, con sorpresa o sin ella, del ganador, y las carreras de los fotógrafos y equipos de televisión en busca de las primeras imágenes del afortunado. Es un juego con la cara de una noticia. Así y todo, para los aficionados a la lectura un acontecimiento de dicha naturaleza tiene a veces la utilidad de darles a conocer autores valiosos. Y en este sentido la elección última de la Academia Sueca ha sido considerada justamente por muchos un acierto. La ganadora, Herta Müller, mujer renuente a la frivolidad y a los focos, se apresuraría a contradecirnos con razón, por cuanto no fue ella la premiada sino sus obras. Puesto que escribe de costumbre en idioma alemán, se declara escritora alemana. Uno percibe, sin embargo, que en Alemania este último Premio Nobel ha sido como una sortija que no termina de ajustarse al dedo, mientras que en Rumania la sortija, ni empujándola con fuerza, va más allá de la uña. Las rápidas manifestaciones de orgullo de la prensa rumana no ocultaron la incomodidad que sienten algunos para entusiasmarse con el contenido abiertamente acusatorio de los libros de la galardonada, ni las dificultades que aprietan a otros para encajar en la cultura nacional una obra literaria cuyo conocimiento pasa por el trámite forzoso de leerla traducida. En el discurso que pronunció con ocasión de la entrega del premio, Herta Müller habló seriamente de pañuelos, prendas de su niñez y juventud provistas de un componente simbólico que le sirvió para ejemplificar la capacidad que posee la literatura tanto para retener en forma testimonial, para explicar y dar sentido al pasado propio o colectivo, como para brindar protección, aunque precaria, a los individuos y poner a buen recaudo jirones de dignidad humana. Mencionó el pañuelo por el que todas las mañanas le preguntaba su madre al salir de casa, pañuelo que terminaría convirtiéndose para la futura escritora en la madre misma. Y mencionó aquel otro de sus veintitantos años, cuando, por negarse a colaborar con la policía política de Rumania, fue despojada de su despacho en la fábrica donde trabajaba de traductora y donde, antes de ser despedida, se construyó una oficina imaginaria extendiendo a diario su pañuelo sobre un peldaño de las escaleras. No se mordió la lengua Herta Müller al enumerar en su discurso, partiendo de su experiencia personal, el sufrimiento, las humillaciones y la degradación moral que sufren los ciudadanos en los países regidos con mano opresora. Por más que en 1987 la República Federal de Alemania compró su libertad, nunca logró Herta Müller abandonar ni perder de vista su pasado, materia con que ha sido modelada la mayor parte de su obra. Sin renunciar a la belleza, la literatura testimonial de Herta Müller comporta un serio aviso para las actuales generaciones que se formaron en el hueco ideológico ocasionado por las tragedias colectivas del siglo XX, pero también para las generaciones futuras acaso tentadas de llenar dicho hueco con nuevas y sangrientas utopías. Terminó la escritora su intervención formulando con voluntad solidaria, más allá del público elegante que la escuchaba, una sencilla pregunta que a un tiempo entrañaba un acto de comprensión y de protesta por la soledad que padecen los seres humanos en los regímenes totalitarios. Levantada la mirada al frente, preguntó a los oprimidos de hoy, aunque estuvieran lejos, aunque en ese instante no la pudieran oír: ¿tenéis un pañuelo?

Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) acaba de publicar la novela Viaje con Clara por Alemania. Tusquets. Barcelona, 2010. 472 páginas. 20 euros.

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