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Columna
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Nostalgia del palo

Mis amigos que más presumen de palizas en la infancia, palizas paternas y maternas, presumen también de haber sido siempre cada vez peores, más traviesos, y de reírse de las palos y de los apaleadores. Uno me contaba que salía a palizón diario, y que, si alguna vez llegaba a casa y silenciosamente desaparecía en su habitación, el padre aparecía y le daba una paliza, preguntando qué estaba escondiendo. Pegar a los niños era costumbre en los años 60, e incluso en los 70, cuando existía una amplia gama de palizas, la familiar, la policial, la escolar, con aquellos colegios de religiosos consagrados al bofetón, palizas con la mano abierta, el puño, la correa, el palo, la porra.

Ha vuelto a la realidad, es decir, a las televisiones y las radios y los periódicos, el caso de la madre de Pozo Alcón que en el otoño de 2006 dio un tortazo a su hijo de 10 años, que se golpeó en el lavabo, sangró por la nariz, y llegó al colegio con restos de sangre y un cardenal en el cuello. La madre fue condenada en enero de 2009 por la Audiencia de Jaén a poco más de un mes de cárcel y a mantenerse apartada un año del niño, e inmediatamente fue indultada por el Gobierno. Ahora pide que las autoridades se lleven al hijo imposible, incontrolable. Falta al colegio, o lo expulsan. No quiere hacer los deberes. Lo han visto fumar. Dicen que se ha crecido por la condena contra su madre. La madre tiene miedo de perder los nervios un día ante el hijo rebelde, de volver a pegarle, de ir a la cárcel.

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Se ha impuesto la idea de que el niño es como es porque la madre no puede ponerle la mano encima. Pero el niño ya era ingobernable cuando la madre le pegó, y por eso recibió el tortazo, según la madre. Los casos que conozco desmienten la teoría de que los niños serán malos si no se les pega. A los malos, a los catastróficamente traviesos, siempre les ha dado lo mismo que les peguen. Reciben las bofetadas como condecoraciones. Los delincuentes recalcitrantes suelen contar con un expediente amplísimo de palizas de padres, madres y hermanos mayores. ¿Cómo educar a un niño? "De nada sirve que le regañes", dice la madre del niño de Pozo Alcón. Pero pegar tampoco parece servir demasiado, salvo para anonadar un momento a la víctima y calmar un momento los nervios del agresor.

Pegar es pegar, es decir, maltratar a alguien con golpes. Es un delito. Incluso los partidarios de causar dolor físico a los menores para su educación, es decir, por su bien, consideran repelente el acto de pegar. Cuando pegan, se justifican diciendo que no podían más. Que el único lenguaje que tenían para comunicarse con el hijo rebelde era el palo, el único lenguaje que entiende el niño. Pero hay de pronto una nostalgia del pasado, de cuando pegarle a un hijo podía ser algo razonable, como sugería el antiguo Código Civil, y pegarle a los niños era una costumbre. Los padres pegaban más entonces, pero los hijos desobedientes hacían lo que les daba la gana, como ahora. La familia tenía que ser armónica, reflejo de una sociedad armónica, pero escondía crueldades indecibles detrás de las puertas. El sostén del orden perfecto era la brutalidad contra mujeres, hijos, subalternos, súbditos sometidos al padre, al maestro, al policía, al superior.

Pegar ni es ni era un signo de autoridad. Es el signo de que la autoridad falla o se ha perdido irremediablemente. La paliza es un signo de impotencia. "Es que no puedo más, no puedo con él", dicen los agresores. Un padre o una madre que pega demuestra impotencia, falta de autoridad. La explosión de rabia es síntoma de que tiene poco ascendiente sobre su hijo, si tiene alguno. He visto a niños que en medio de las palizas más tremendas del padre, en medio de los zapatillazos de su madre, sufrían un ataque de hilaridad histérica, una mezcla de dolor, humillación o risa ante el padre lamentable, inepto.

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