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Columna
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Los jueces nos regalan con frecuencia su pequeño espectáculo. Un juez de Sevilla puede absolver a dos periodistas después de afirmar en su sentencia que han engañado y actuado con una falta absoluta de profesionalidad, mientras un juez de Madrid condena a la cárcel a otros dos periodistas aunque admite que sus noticias eran veraces y de interés público. No está nada mal a la hora de preguntarnos por nuestra justicia.

Pero estos pequeños espectáculos, casi siempre debidos a jueces lucero, más que a jueces estrella, no deben engañarnos. El problema real de la ley en España no se debe a que un juez disparate en sus sentencias. Hay un asunto de calado más peligroso, que tiene que ver con el sometimiento de los códigos penales a lo que podemos llamar una democracia de consumo. Más que en un estudio serio de resultados y razones jurídicas, se está modificando el código penal a golpe de casos particulares llamativos, con una ideología muy reaccionaria, original de los Estados Unidos de Reagan, que ya ha demostrado su inutilidad a la hora de luchar contra la delincuencia.

Hay una escena que caracteriza de verdad el estado de la justicia, una justicia de cuarto de estar. La familia atiende al televisor en su casa. Pasa el anuncio de un coche último modelo, con una diosa de la tecnología y la belleza que recorre las calles de Roma, y la madre dice que quiere comprarse un coche. Pasa un anuncio de un videojuego, en el que la realidad virtual de una guerra hace olvidar las guerras de carne y hueso, y el hijo dice que quiere un videojuego. Pasa en un telediario la noticia de que un muchacho, con muy serios antecedentes penales cuando era niño, ha roto la libertad vigilada y ha robado un coche, y el padre de familia dice quiero comprarme un código penal.

El PP pide ahora un debate sobre la cadena perpetua porque es algo que está en la calle. Como es lógico, sólo está en la calle eso que antes se ha puesto en la calle. Los datos objetivos dicen que los delitos en España están ahora por debajo de la media europea. Pero las declaraciones políticas interesadas, el electoralismo, el desconocimiento general del estado de las cárceles y del carácter de las leyes, el miedo a los inmigrantes y la falta de compasión, crean una realidad virtual que sustituye a la propia experiencia. Y en esto, por desgracia, el PP se lleva la palma, pero no está solo.

Más que la existencia de los jueces luceros y escandalosos, me parece muy significativo que haya hoy en España un número importante de juristas preocupados por la degradación de la democracia en el sistema penal español. La consigna de la tolerancia cero, puesta en marcha por los conservadores norteamericanos, ha calado tan profundamente entre nosotros que vivimos en una criminalización de la miseria, cebándonos en los pequeños delitos, sin atender a los orígenes sociales de la delincuencia y asumiendo discusiones falsas como las que se establecen entre libertad y seguridad o entre las garantías y los derechos cívicos y la eficacia penal.

Los estudiosos hablan de un código penal de autor para referirse a las consecuencias del buen padre de familia que pide mano dura y reformas penales como si la ley fuese un escaparate de unos grandes almacenes. Indignado por un caso escandaloso, contado por los medios escandalosamente, exige adaptar el código al delincuente de la noticia, someter la ley a un autor particular, sin formular una reflexión más seria. Por ese camino hemos abandonado los fundamentos originales de la justicia democrática: la garantía, la reinserción y la reeducación.

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Andalucía es algo más que turismo y folclore. Les pido que lean un libro de Guillermo Portilla, El derecho penal entre el cosmopolitismo universalista y el relativismo posmodernista, catedrático de la Universidad de Jaén.

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