_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Haití

"Sólo sepultados se nos ve". Así resumía El Roto hace unos días -magistralmente, como suele- la situación. En la viñeta, una mano entre los escombros. Nada más, pura concisión. Hace menos de un año, en abril, se celebró la cumbre de donantes para Haití. El Gobierno del país había solicitado 4.000 millones para educación, sanidad e infraestructuras. Se le concedieron apenas 400 millones, y buena parte de ellos no fueron ni reembolsados. Y no porque entonces estuvieran mucho menos necesitados que ahora, claro.

A los grandes donantes les pasa lo mismo que a los pequeños donantes, los ciudadanos que han contribuido, siquiera con un euro, a ofrecer ayuda humanitaria a los damnificados por el terremoto: que necesitan que la desgracia les entre por los ojos, y que, cuanto más repentina, espectacular y visible sea, más se dejan conmover. El hambre y las condiciones de miseria cotidianas, en cambio, aunque causen más muerte y desolación, se parecen a ver crecer la hierba. Están demasiado por todas partes, extendidas por demasiados países y continentes, tanto que uno no sabe siquiera por donde empezar, o si una ayuda minúscula servirá para algo. Tanto que muchos reciben la impresión de que no se puede hacer nada, de que siempre ha sido así y siempre lo será. De pronto, en cambio, la tierra tiembla y elige para sus espasmos -esto no falla casi nunca- uno de los lugares más pobres del planeta. Todo se convierte en polvo, ruina, devastación. Y es entonces cuando ese pedazo de tierra se ilumina para la comunidad internacional, cuando lo demasiado generalizado se concreta, adquiere rostro y nombre, visibilidad, urgencia.

Los habitantes actuales del mundo somos espectadores virtuales de una gran cantidad de desgracias que ocurren no ya en nuestra cercanía, sino en la totalidad de la superficie terrestre. Una información con la que no tuvieron que convivir nuestros antepasados de los miles de años anteriores. La globalización mediática tiene otras muchas consecuencias, pero ésta no es la menor de ellas. La forma en que se despierta nuestra compasión, en cambio, no es diferente a la de aquellos antepasados. Son los factores de familiaridad, inmediatez y visibilidad de la desgracia los que siguen conmocionándonos en primer lugar, igual que a ellos. Sólo que ahora, hasta cierto punto, esa familiaridad, esa inmediatez y esa visibilidad pueden sernos ofrecidas por los medios de comunicación, salvando la distancia física y cultural.

Las imágenes tienen un gran poder, desde luego. Ahora bien, es muy difícil trazar sus justos límites. ¿Qué debe ser mostrado y qué no? ¿Se han de hacer públicas las imágenes de cadáveres, las manifestaciones más terribles del dolor o de la violencia? ¿Aumentaría todo ello nuestra solidaridad activa? ¿O más bien terminaría anestesiando nuestra capacidad empática la sobreexposición al sufrimiento ajeno? Preguntas, preguntas, preguntas.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_